La relación de México con Estados Unidos es mucho más que una relación entre gobiernos federales. Se trata de una relación binacional en la que participa una gran diversidad de actores: autoridades locales, legisladores, organizaciones civiles, empresarios, medios de comunicación y familias binacionales, por mencionar sólo algunos ejemplos.

En este sentido, aunque la elección presidencial acaparó los reflectores en la jornada del martes pasado, no podemos pasar por alto que se renovaron más de seis mil cargos: la Cámara de Representantes, un tercio del Senado, 11 gubernaturas, dos territorios y miles de asientos en legislaturas estatales.

Hasta el momento, los resultados de la elección presidencial favorecen al demócrata Joe Biden; pero los republicanos han impugnado la elección en más de un estado y la posibilidad de que el proceso se judicialice es cada vez mayor. Tendremos que esperar para conocer el desenlace definitivo.

Sin embargo, en un país con una tradición federalista tan arraigada, en el que los contrapesos son verdaderamente efectivos, es necesario poner especial atención en los resultados de la elección legislativa.

Las cifras preliminares indican que, con algunos intercambios menores, se mantiene el control demócrata de la Cámara de Representantes y se confirma la mayoría republicana en el Senado. Esta distribución de fuerzas en el Congreso puede ser un factor determinante no sólo para la gobernabilidad, sino también para el éxito o el fracaso de un proyecto político.

En el Senado, la misma mayoría republicana que impidió el nombramiento de un juez de la Corte Suprema durante el último año de la administración Obama, tras la muerte de Antonin Scalia, se lo concedió sin mayor contratiempo al presidente Trump hace apenas un par de semanas, con la designación de Amy C. Barret.

En la Cámara de Representantes, fue la mayoría demócrata la que logró imponer una serie de modificaciones de fondo al T-MEC, un acuerdo negociado por tres países durante más de dos años, que además contó con el respaldo de una amplia mayoría bipartidista en la Cámara Alta.

En el contexto de extrema polarización política que vive EE. UU., es muy probable que un Congreso dividido limite el margen de acción del gobierno encabezado por Joe Biden. Si a ello le añadimos que el desequilibrio en la integración de la Corte Suprema –seis jueces conservadores y sólo tres liberales– podría oponer resistencia frente a una eventual agenda progresista, el próximo gobierno podría ser una administración particularmente debilitada.

Recordemos que una de las propuestas del virtual presidente electo fue impulsar nuevamente el liderazgo estadounidense en las instituciones multilaterales y en el sistema de gobernanza global.

Pero ¿qué va a pasar cuando Biden pretenda ampliar el monto de las aportaciones de EE. UU. a los organismos internacionales para alcanzar las cifras previas a la administración Trump?

La discusión sobre estos recursos podría enfrentar el bloqueo de los republicanos en el Senado, en caso de que asuman como propia la visión aislacionista del presidente Trump. Si no se logra articular un consenso entre las mayorías en cada Cámara, la parálisis podría incluso provocar un paro en la administración con desastrosas consecuencias, como ha sucedido en reiteradas ocasiones.

Sin duda, la elección presidencial traerá cambios en nuestra relación bilateral. No obstante, muchas de las políticas que el nuevo gobierno decida instrumentar estarán sujetas a la aprobación del Congreso: ya sea directamente o a través de las asignaciones presupuestales de cada año.

Por todo ello, en la redefinición de la estrategia hacia EE. UU., debemos construir una política exterior más amplia, menos acotada: una política capaz de mirar también hacia el Capitolio y hacia lo local. Hoy más que nunca, vale la pena recordar al famoso vocero de la Cámara de Representantes, Tip O’Neill, para tener presente que en Estados Unidos “all politics is local”.

Senadora de la República 

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