—Es que el miedo no anda en burro, ni el diablo en bicicleta —responde con una risilla nerviosa el gentil sujeto al que le formulé la pregunta de si se vacunaría en tanto le correspondiera. Luego explicó que de plano eso de las jeringas no es lo suyo. Anda arriba de los 50 años, es padre de tres hijos, casado con una mujer emprendedora que podría por sí misma llevar las riendas económicas del hogar y, sin embargo, el sujeto es trabajador hasta lo indecible: chofer de un político (ahora en la oposición) de lunes a viernes, y con un impecable servicio de conductor privado sábados y domingos. Le ha pegado al peligro de la manejada desde antes de cumplir la mayoría de edad, le han sucedido todos los percances imaginables y ha salido adelante. Digamos que se llama Vidal y hace honor a su nombre por el hambre de vida que demuestra al volante. No tiene, ni busca, ningún argumento en contra de la sustancia que muy probablemente le dé muchos años más de vida. No es nada fácil espantarlo. “Pero eso de las agujas —concluye—, pues como dicen por ái: tómala que no es de trapo”.

Así que ahí ya tenemos una variante si es que alguna vez, una lejanísima y dudosa vez, contáramos con la vacuna.

Pero voy charlando al respecto, a lo largo de los días desde que llegó el primer cargamento al país, sobre vacunarse o no, que desde mi básico punto de vista no es optativo. Hay mediciones de opinión que señalan que por lo menos el 40% de los mexicanos quizá no se vacunarían para estar a salvo del coronavirus. Y las razones son variopintas.

—Pues mira, es que primero habría que ver: si a las personas vacunadas no les pasa nada en un plazo prudente, digamos un año, entonces iría a vacunarme —me responde una ingeniera en telecomunicaciones, con una maestría en el área, madre de dos hijos, 44 años, con un excelente puesto directivo en la enorme empresa para la que ha prestado sus servicios desde el término de la especialidad, y quien tiene a su mando, tan sólo en su departamento, a por lo menos dos docenas de ingenieros que la obedecen al instante. También sabe lo que es el dolor físico y la pérdida de seres muy queridos, y, guardadas todas las distancias, lo suyo no es ninguna reticencia a las agujas sino que su cerebro, al que escucho zumbar cada vez que charlamos, está conformado más por la física tradicional que por los posibles alcances cuánticos.

Los ejemplos que le ofrezco, lector vacunable, son representativos en mi levantamiento de datos con personas que bajo ninguna circunstancia mentirían sobre un asunto tan serio.

—Yo, mañana, de volada, a la de yastás —dice, rapidísimo, el encargado de pasar todos los días, hogar por hogar en el conjunto habitacional, a recolectar productos reciclables y no reciclables. Tiene 39 años, descansa sólo el día que no circula su vehículo, es padre de cuatro hijas, su esposa lo apoya desde casa, y además de practicar futbol llanero una vez a la semana desde que era un chaval, no entiende la existencia sin laborar ni sin hacer análisis en todo momento del futbol nacional, cuyos encuentros ve de principio a fin, grabados, al caer la noche. Pongamos que se llama José y que, caray, es americanista.

Entonces, de la muestra de 30 personas responsables y maduras, todas con respuesta fiable, sólo la tercera parte se vacunaría de inmediato para detener de una vez a esta jodida pandemia. De modo que o esperamos inútilmente una campaña de información gubernamental, o todos aquellos que pertenecemos a la generación que se salvó de la polio, la difteria y el sarampión gracias a una simple vacuna ayudamos con un poco de información al menos a dos personas. Sí, se ve muy lejana la vacunación masiva, para qué nos engañamos. Se lo comento al recolector y me da una respuesta demoledora:

—Te apuesto a que primero llega la vacuna a que tu Cruz Azul sea campeón.

Se va, entre risas, sin quitarse el cubrebocas, mientras lo mando con afecto y respeto a burlarse de su rechifosca mosca.

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