Se acabó.Al fin se acabó.Las aventuras de la numerosa pandilla de seres con forma de juguetes con vida propia —como son muchos de los juguetes en nuestra existencia y a ver quién es el guapo que lo niega— terminó, hasta donde aquí su escribidor alcanza a entender, con la entrega número cuatro y lo hizo, muy destacadamente, de la mejor forma posible: con un mínimo de dolor y con un enorme mar de alivio.

Es verdad que como hacen algunas otras franquicias —las de viajecitos pseudoespaciales y monstruillos varios, por ejemplo—, Toy Story pudo haberse prolongado con facilidad 10 años más en los que cabrían al menos tres largometrajes, y seguro habrían cosechado nuevos y felices seguidores. Pero alguien, con inteligencia, se dio cuenta desde la empresa Disney a la que ahora pertenece Pixar (el origen maravilloso de Toy Story) que financieramente era viable apoyar otros proyectos y permitir que una saga como la de Woody y Buzz cerrara con enorme dignidad su ciclo en el imaginario del muy numeroso público que fue acompañando a cada una de las entregas.

Y es un descanso, un alivio. Narrativamente, para que una historia sea aceptada debe finalizar, y si es de buena manera, mejor. No sería viable hablar de un “final feliz” ni del cursilísimo “se casaron y tuvieron muchos hijos”. No podemos decir que Toy Story concluya su vida de una forma exactamente feliz, pero a la manera en que se van cerrando las historias tejidas a lo largo de las tres cintas previas y a una especie de cansancio natural en los personajes —una cosa es estar construido de plástico muy resistente, tener un lenguaje y una sociedad articulada, y otra que ya sólo por esa razón como seres con forma de juguete hayan de trabajar para siempre— se suma la plenitud, no el hartazgo, ojo, de los seguidores de las peripecias contenidas en los cuatro tomos de la obra.

Cierto es que en la narrativa visual de nuestros días existe el recurso válido y en muchas ocasiones plausible del spin-off: las historias que generan un personaje alejado del elenco usual pero que mantiene su contexto e inicia una travesía por su cuenta. Con Toy Story tal atajo no era transitable porque el primer y casi único valor en que se basan los cuatro filmes es en la lealtad que va al lado de la compañía. Vamos, que si se quiere se puede ser leal a la distancia y durante lapsos muy amplios, pero el planteamiento de la tetralogía implica serlo y además que los integrantes de esa familia estén cerca unos de otros. Woody, el vaquero, sólo en el mundo, pudo tener muchas aventuras, como casi cualquiera de los personajes, pero la idea que une a todos los altibajos del grupo es que se mantengan justo como un grupo. La separación viene a ser, pues, uno de los elementos disruptores, si no el que más, debido a lo cual suceden todos los lances.

Por eso no es casual —en las cuatro partes del trabajo nada es casual sino cuidado al detalle— que esa especie de himno del tema central sea justamente una línea que encierra, comprime y es la clave de todos los ires y venires: “Yo soy tu amigo fiel”. La afirmación es de lo más inocente, pero está muy lejos de ser cándida. En esas cinco palabras está todo el compromiso que enlaza y al mismo tiempo ampara a los casi incontables personajes que aparecen en las cintas. Si dejamos correr un poco la mirada por los estudios de relaciones interpersonales vamos a descubrir tarde o temprano que a diferencia de una relación de pareja, esto es, amorosa, la amistad no tiene fecha de caducidad. Sí, pues, es poco grato decir que las relaciones de pareja están condenadas a terminar —con el consecuente dolor emocional y muchas veces económico de los participantes—, pero es así. Y si echamos mano de los mismos estudios de relación interpersonal, vemos que en efecto, oh, sorpresa, hay matrimonios o sencillamente parejas que coexisten a lo largo de medio siglo o más. A estas alturas, querido lector, ya usted y yo sabemos por qué hay parejas que pueden mantenerse tantísimo tiempo juntas: porque aquello que alguna vez fue amor se transformó gracias a la inteligencia y la bonhomía de sus integrantes en leal amistad. Y la leal amistad, así parezca un tanto lúgubre, no es como el amor que se jura “hasta que la muerte los separe”, sino que se convierte en una especie de contrato que no cuesta nada cumplir y que va mucho más allá de la muerte.

Afortunadamente, podremos ver, si reunimos el valor, tantas veces como sea posible cualquiera de las partes que conforman Toy Story, bendecir laicamente al director de las primeras tres, John Lasseter, y a quien fue responsable de la cuarta y última, Lee Unkrich, ese editor prodigioso.

De modo que cuando ya parece que la vida bailó con la señorita Berta, vale recordar el secreto de la compañía por siempre. Y por la música no se preocupe, su cerebro la tiene almacenada para usted:

“Yo soy tu amigo fiel,

yo soy tu amigo fiel.

Y si un día tú te encuentras

lejos, muy lejos de tu lindo hogar,

cierra los ojos y recuerda que:

yo soy tu amigo fiel.

Sí, yo soy tu amigo fiel”.

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