Para David Aponte, con respeto y apego fraterno

Si se entera, querido lector, que se organizan “fiestas covid” para de una vez contagiarse todos quienes asistan y “quedar inmunes”; si se asoma al mercadillo informal de su entorno y observa que en promedio siete de cada 10 personas no usan cubrebocas y que las mercaderías se siguen anunciando a grito pelado con el consecuente riego de microgotas de saliva urbi et orbi; si le toca adquirir algún bien en una tienda que no sea departamental y nota que las personas se pasan la sana distancia por el arco; y si escucha con cuidado a tantos y tantos ciudadanos que afirman, con absoluta certeza, que el nuevo Coronavirus no existe, entonces estamos ante un caso muy serio, espantoso, de suicidio colectivo.

La vida es frágil, mucho más de lo que parece. Y justo para ello todos los seres vivos en la naturaleza han desarrollado mecanismos a fin de preservarla lo mejor posible. En particular, los que tienen conciencia de sí mismos (delfines, elefantes y desde luego los grandes simios, entre otros) no sólo se cuidan, sino que buscan un buen acomodo en la vida. Con los seres humanos pasa lo mismo, sólo que una mala jugarreta de la química cerebral puede llevar a un individuo a convencerse de que lo suyo es terminar con lo único que tiene, la existencia física. Y suceden, claro, algunas contadas excepciones en que sin mediar ningún desarreglo neuronal y con toda lucidez hay quien decide poner fin a sus días luego de un cierto razonamiento. Hasta ahí, todo es entendible.

Pero hay un factor en los seres humanos y en particular en nosotros los mexicanos que nos derrota sin apenas darnos cuenta: la ignorancia sumada al valemadrismo. Por fuerza, la mezcla de esos dos ingredientes no traerá nada bueno. Y no hay escapatoria. Si una persona no conoce al enemigo al que se enfrenta y además, en un derroche de arrogancia le vale madres conocerlo, aquello por necesidad va a terminar en tragedia.

Carajo, ni siquiera se necesita valor para suicidarse cuando quien va a la muerte segura lo hace con los ojos cerrados voluntariamente, porque no le importa ver el final que le espera y porque además no le importa o, en la perfecta estupidez, no cree que del otro lado está la nada pasando primero por el dolor. Y si por lo menos de manera individual cada sujeto que no entiende la gravedad de la situación sencillamente se esfumara en el aire no habría tanto problema. Lo tremendo es que un ignorante de lo que significa la pandemia que atravesamos puede contagiar a muchos no sólo con su pendejez sino con el bicho mismo. La medida de quedarse en casa en tanto sea viable no es gratuita, no es un capricho, es una de las más eficaces maneras de evitar enfermarse.

Pero usted ya vio lo sucedido hace apenas poco más de una semana, el 10 de mayo: sí hubo reuniones grandes, sí se llenaron las tiendas, sí hubo un movimiento vehicular muy superior al de cualquier otro día de este periodo de cuarentena. Esto es: sí hubo contagios. Y ya empezamos a verlos.

Una de las maneras de entender el fenómeno social es que una parte muy considerable de la población, la que ni se cuida ni le importa cuidar a los demás, está en busca del suicidio. Y para llegar a eso no hubo un corto circuito masivo en los cerebros de los millones y millones de inconscientes. Es posible que a la comprobada falta de información y al complejo de superioridad que encierran la sentencia de “como México no hay dos” todavía se sume otro factor en contra: la depresión de grandes grupos sociales. Una depresión invisible, como a veces suele ser, y que también colabora para que el caos aumente. Aquello que dice el clásico de que el país es “feliz, feliz, feliz” no deja de ser una burla cruel.

Visto así el escenario, entonces lamentablemente tenemos la realidad que no creíamos merecer pero que al mismo tiempo y de forma paradójica sí merecemos. El rebaño, la bola de idiotas que evitan darse cuenta de la emergencia sanitaria, nos arrastra a todos. Si usted pone en marcha las medidas para evitar el contagio, que por lo demás son francamente sencillas, de cualquier forma no faltará el pendejo que haga justo lo contrario y vaya por ahí dispersando el mal exactamente por donde usted va a caminar o sujetarse o respirar un minuto después.

En Wuhan se las vieron negrísimas, y aunque aquí su escribidor dista mucho de respetar al régimen chino, es de reconocer que la ley impuesta sobre esa ciudad enorme consiguió abatir la pandemia. Aquí, en uno de los sitios más conflictivos como es la Zona Metropolitana del Valle de México, se pudo evitar la problemática que se vive y la catástrofe que vendrá. Bastaba con tomar un par de simples medidas obligatorias para todos los que viven o circulan en el área. Pero ese gesto de gobierno a favor de la salud de todos iba directamente en contra del titular del Ejecutivo, y ahí sí, que las estadísticas de popularidad no se toquen ni con el pétalo de un cubrebocas.

Como puede ver, lector querido, la presente columna está dedicada al director editorial de EL UNIVERSAL, quien en cumplimiento de su labor periodística en algún momento se topó con la cepa maldita. Aquí estamos, señor Aponte, cercanos a la distancia.

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