No quisiera decirle, querido lector, que nos lo merecemos, pero sí. Cualquier cifra, seguramente y por desgracia muy elevada, que nos deje la actual pandemia, será en gran medida por la inmadurez en que ha vivido el país desde hace décadas.

Es cierto y corroborable que el responsable del gobierno federal dejó en el abandono a la ciudadanía, incluso a aquellos a los que les repartió una limosna a manera de ayuda económica. Pero eso no excluye a nadie de ser corresponsable de las fatales consecuencias en la salud y en la economía nacionales que va a dejar a su paso el coronavirus. Vamos, que no se precisa de una instrucción gubernamental para haber iniciado —de motu proprio y en la medida de las posibilidades de cada quien— una cuarentena preventiva.

Las cifras mundiales están ahí, disponibles al minuto en cualquier dispositivo a través de Internet. Y lo están, por si alguien argumentara incapacidad tecnológica de cualquier índole, en todos los medios de comunicación. De suerte que nadie puede alegar en su defensa no haberse enterado de la emergencia, del peligro, de la debacle que implica para una sola familia la pérdida, así se mida en pesos, en angustiosas horas de hospital o, maldita sea, en vidas.

Lo merecemos. Y habremos de pagar el precio de madurar en unos cuantos meses lo que a otras sociedades les ha tomado siglos. Aquella reverenda estupidez denominada “el ingenio del mexicano” es buen ejemplo: si a un auto averiado le falla un componente sin el cual no avanza, “el ingenio” del cacharcas —no un ingeniero automotriz sino cualquier tarugo que sepa cambiar una llanta— lo arregla con “un alambrito”, con un puenteo, con una inocentada que demostrará su ineficacia muy pronto. El equivalente —lo lamento, señoras y señores de la fe, pero la fe es muy eficaz en terrenos piscológicos y no en ninguno de los prácticos— es afirmar que una estampa milagrosa va a salvaguardar a su portador de contagiarse o de ser vector de contagio. Es lo mismo: la estampita quizá genere la ilusión pasajera de confianza, el ensueño de una cierta seguridad, pero pasado un lapso muy breve demostrará su inutilidad para enfrentar a un virus tan ladino como el Covid-19.

Tristemente, y como no se ven caer en las calles a los afectados por la enfermedad —entre otras razones porque no es un padecimiento fulminante como lo sería un ataque cardiaco masivo— aún se duda no sólo de la existencia del coronavirus, sino de que, “en caso de ser real”, pueda diezmar a la población.

Observamos, sí, que se empiezan a tomar algunas precauciones en regiones muy focalizadas de las ciudades más grandes del país, tal vez las más interesadas en la información o las más cuidadosas de formar parte de la estadística negra. Pero, por lo general, las reuniones multitudinarias continúan como si nada pasara. Lo mismo ocurre si se mira una cancha de básquetbol en cualquier urbanización o una fiesta infantil, para acabarla de joder en donde los niños permanecen encerrados por horas en “inflables”, esos engendros que llegaron para quedarse. O circule, si le queda de paso, frente a un centro nocturno de diversión, un “antro”, y véalo lleno hasta el tope, igual que cualquier otro día, que cualquier otra noche.

Y ya que lo mismo ocurre en el ámbito que usted elija, entonces la responsabilidad es de todos, suya y mía y del vecino y del que vive más allá. Es la inmadurez, la malnacida adolescencia del ser mexicano contemporáneo. Es la confianza bruta en la magia. Y es delegar en un poder supremo, en este caso la autoridad, la solución de la problemática, y eso, si es que se acepta que tal problemática es real.

Aquí su escribidor, en tanto reportero, trata de entender por qué quienes pueden hacerlo no guardan una cuarentena preventiva, antes de que sea forzosa como hemos visto digamos en España, tan parecida idiosincráticamente a nosotros, y las respuestas a la interrogante son desoladoras y caen en alguno de estos tres rubros: a) El coronavirus es un invento chino para apoderarse del mundo, pero no se les va a hacer; b) No puede llegar a México porque ni modo que el virus sepa nadar y atraviese el océano, y c) Si te va a tocar, te va a tocar.

Puro pensamiento mágico. Pinche, muy pinche. Y muy costoso.

Esa adolescencia del ser mexicano y de la que no se quiere salir se suma, eso sí lo sabemos y creemos porque podemos verlo, a la falta de camas de hospital que van a requerirse, a la cantidad de ventiladores que no están y no se ve que vengan en camino, a la cantidad de pruebas que no se aplican porque nadie previó que iban a emplearse en tal magnitud y al completo desapego del mundo real en que vive el titular del Ejecutivo, quien con muchos trabajos cede el micrófono a los que entienden de la materia por mera necedad de la que hace gala en su actuar y de la que se enorgullece en reconocer.

Tenía razón Cantinflas en uno de sus monólogos cinematográficos: o el problema lo resolvemos entre todos, o entonces todos somos el problema.

Me temo que habremos de reconocer inicialmente la segunda parte de la reflexión, antes de pasar a la primera.

Y maduramos ahora, todos, o a todos nos carga el payaso.

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