Si sus padres biológicos no lo hubieran traído al mundo, cualquiera que lo ve y lo trata sabe que por sus venas corren los impulsos vitales de Dostoyevski y de Unamuno: la tragedia, la lucha y la esperanza pese a todo y contra todo.

Es mexicano. Y está vivo. Bueno, muy apenitas vivo porque conforme a su naturaleza literaria, la existencia le ha jugado unas manos muy rudas. Y hasta ahora, hasta hoy martes en que quiero pensar que se mantiene respirando aún, ha ido ganando una batalla tras otra.

Su nombre es Enrique Romero —me reservo el segundo apellido para conjurar desde ahora la posibilidad de que algún hijo de mala madre quisiera hacerle pasar por una broma o una estafa médica— y va estrenándose con el escaso brío que le resta en esto que llamamos tercera edad.

Ha sido, desde que contraté por primera vez sus servicios al volante —por razones que no son de importancia aquí— un sujeto que nuestros abuelos calificarían de “correoso”, muy fuerte para su edad y los trancazos de salud recibidos, y leal, siempre leal. Conocedor no sólo de los misterios de la mecánica de los autos que se ha encargado de trabajar como taxista, sino de cuanta calle vieja, nueva o por conocer exista en la Ciudad de México. Esa fortaleza física aunada a que nació con un GPS integrado al cerebro lo hacen invaluable cuando se trata de realizar recorridos muy diversos en el menor tiempo posible.

En cuatro años de labores, sólo desapareció del mapa un mes, hacia mediados del 2018, aquejado de un problema en la vejiga que lamentablemente era cáncer. Un par de llamadas, en ese lapso, me bastaron para corroborar que había salido con bien de la intervención quirúrgica y su organismo estaba ya libre del tumor. En tanto se repuso, lo primero que hizo aún con las últimas huellas de las hostilidades, fue ponerse en contacto conmigo, apenadísimo porque tal vez habían quedado pendientes algunos asuntos que el cáncer le evitó cumplir. Así de firme, así de caballero, así de cabrón es don Enrique Romero.

Hoy son ya seis meses desde que salió del radar, luego de un leve dolor en el pecho que, maldita sea, era un infarto. Fue atendido de emergencia en un centro de salud —no está de más acentuar que el hombre no cuenta ni con Seguro Social ni con ISSSTE y que vive al día de su trabajo al volante— pero los dolores fueron complicándose. De modo que le sugerí, con enorme respeto, acudir al Instituto Nacional de Cardiología —INC— (cardiologia.org.mx), en donde fue recibido con muy buena disposición por parte de todo el personal que ahí labora, contó con la empatía de los médicos que llevaron su caso y se dejó sorprender gratamente por las instalaciones de primer mundo que ninguno de los dos imaginaba. “Aquello es como entrar en esos lugares de la NASA que pasan en la tele”, me dijo, y le creo porque si en un rubro México es de primer mundo, es en sus institutos nacionales de salud.

Y todo, pues, iba muy bien encaminado en el INC, en donde mediante un pago de acuerdo al estudio socioeconómico que le realizaron fue pasando de etapa en etapa, cada vez a maquinaria médica más sofisticada y certera. A todos los estudios se sometió, sin una queja, apoquinando lo preciso, hasta que apareció la fatalidad: en efecto, había un muy serio problema en el corazón de don Enrique Romero, pero que tenía solución: un simple stent —una malla diminuta que dejaría libre el paso de la sangre en el músculo cardiaco y que pondría a circular a uno de los mejores taxistas del país casi de un día para otro. No exagero: he visto personas cercanísimas que entran un día para que les sea colocado un stent, en silla de ruedas, sin aliento, y salen al otro día, caminando a paso veloz.

Y ahí está la tragedia, porque un tipo como él, que tiene por delante una vida productiva y activa está hoy postrado en un sillón, con apenas aliento para caminar unos pasos dentro de su propia casa y con reposo absoluto por la falta de aire que lo ahoga. Cuenta, por el momento, con parches de Nitroglicerina que se aplica directamente en el pecho y con una reserva de esperanza porque el stent implica un costo de 60 mil pesos, que desdichadamente no tiene alguien que ha trabajado toda su vida —desde repartiendo agua, carnes frías, filtros de aire e incluso antes de obtener toda su documentación como taxista como un extraordinario vendedor de donas que él mismo horneaba en casa—.

Don Enrique Romero no busca plata, sino el apoyo del Instituto Nacional de Cardiología, dirigido por Dr. Jorge Gaspar Hernández —estrella médica, egresado de la UNAM y proveniente del ejercicio privado de su profesión en otro de los mejores hospitales del país—, al cual ofrece restituir poco a poco y en el plazo de un año de trabajo el costo del stent sin el cual no podrá seguir en este mundo.

Con permiso del señor Romero y por única vez me permito ceder el espacio de esta columna en su favor —sin fungir como intermediario porque no soy su familiar— y pongo a disposición el contacto directo con el piloto cuyo estado es ya muy grave: romero-hs2011@hotmail.com

Estoy seguro que las personas de cuya acción depende la vida de don Enrique Romero sabrán actuar en consecuencia.

Google News

TEMAS RELACIONADOS