Cualquiera que haya visto hacerse mayor a su padre sabe que el proceso implica gracia y sabiduría en algunas ocasiones, pero que en todas, sin excepción, contiene una envenenada cápsula de dolor. Y si a ese maldito tiempo implacable sumamos la demencia que llegan a padecer algunas personas de muy avanzada edad, hablamos ya de un tormento como hay pocos.

Si tan sólo aquello implicara ayuda para tareas pesadas o complejas, si por lo menos fueran continuos exámenes de gabinete y una fila de medicamentos paliativos, sería llevadero. Pero la demencia que ataca hacia los últimos años a algunas personas destruye de forma implacable al cerebro, que todo lo controla, y les arranca desde la posibilidad de reconocer a las personas que los han rodeado siempre hasta la de saber con certeza quiénes son aunque se miren al espejo. Y otro tanto pasa con la ubicación temporal y espacial. La llamada demencia senil —el DSM V desarrolla el tema en forma mucho más amplia que ese término familiar, pero para el caso funciona— es ser y estar pero sin conciencia de que se es y se está. Y, sin embargo, no es una amenaza de muerte. Es peor todavía. Es un laberinto irremediablemente sin salida para quien la padece y para quienes aprecian a la persona que alguna vez fue y que va dejando de ser.

En todas las cintas de Anthony Hopkins, rey de reyes, podía apreciarse a quien iba a ser Hannibal Lecter —todo inteligencia de láser, capacidades para construir mundos o destruirlos a voluntad— y en las que filmó posteriormente era muy difícil no ver que detrás de cualquiera de sus personajes sonreía el muy cabrón de Lecter como diciéndonos “aquí estoy, mantén tu distancia”. Pero en “El padre”, del aún joven dramaturgo y primerizo director cinematográfico Florian Zeller, ya no está el admirado Hannibal —que sí, que también la malevolencia cuando proviene de un intelecto tan destilado como el de ese personaje merece reconocimiento—, se ha ido por completo. Y no se debe a que la trama hable justo de dejar de ser quien se ha sido, sino porque Hopkins logró volverse enteramente otra persona y reflejar ese dolor sordo, turbio y por fuerza estoico que implica recordar sólo fragmentos de la propia existencia pero sin poder darles continuidad. El personaje de “El padre” se sabe vivo y actuante, pero no puede precisar nunca ni dónde vive, ni qué momento atraviesa, ni por qué a veces algunas escenas parece haberlas vivido ya sólo que con algunas variantes casi siempre ingratas.

Se llevó el Óscar por esa actuación, como lo había obtenido ya por haber sido el doctor Lecter, y lo merecía sin duda: todos los dolores que implica la demencia en la edad mayor hubo de reflejarlos tan sólo con las expresiones del rostro y el movimiento de las manos. El autor de la obra original la escribió para un espacio cerrado, el teatro, y salvo algunas modificaciones la cinta ocurre en una habitación y un pequeño comedor en donde toda la carga de la trama debe pasar por la gestualidad, la voz y el lenguaje corporal de Hopkins.

Acudir a “El padre” genera dolor en gran medida, y también admiración por el trabajo impecable del maestro, ahora de 83 años. Y consuela saber que si bien el padecimiento es real y está por todos lados, el señor Hopkins disfruta la vida y así lo manifiesta en Twitter —en donde da unas lecciones impagables justo de ello— y que celebró el premio bailando con Salma Hayek, que ya nada más con ser y estar basta para olvidarse, con toda intención, de los dolores del mundo.