Se trata de vivir y pagar las deudas contraídas de las más diversas formas. Dicho así, El juego del calamar, la serie coreana que ha causado un considerable revuelo en el mundo de la narrativa visual, podría sintetizarse meramente en “vivir”, porque de eso se trata, ya en último término, la existencia. Sólo que hay un problema: fuera de las instalaciones que constituyen El juego del calamar, las deudas, por fuertes que sean, quizá podrían negociarse a cambio de pagar precios muy altos, como la cárcel. Pero ya metidos en gastos, no hay manera de escapar al pago último, la eliminación del juego que es, sin más vueltas, la muerte.

Hablar de la importancia de esta serie puede ser complicado ante quien aún no la ha visto porque pueden saltar spoilers acá o allá. Tratemos de que ello no suceda y reafirmemos lo que todos conocemos por comentarios: un nutrido grupo de personas de muy distintas procedencias necesitan dar un buen golpe de suerte que los saque de problemas para siempre luego de que la existencia los ha orillado a verse con muy escasas salidas a su problemática. Todos los participantes aceptan las sencillas reglas que tienen por sino el juego limpio y desde luego todos desean llevarse el premio, una muy considerable cantidad de dinero. Todos los que están dentro quieren probar suerte a partir de mínimas habilidades físicas expresadas en competencias simples e infantiles. El asunto es que si pierdes, no hay nada de que “Lástima, Margarito”; si pierdes, mueres.

Hwang Dong-hyuk es el director y guionista de esta extraordinaria serie. Su trabajo es limpio como narrador, con personajes cuya verosimilitud estriba en que son personas como cualquiera de nosotros y en que no hay trampas argumentales. Respecto de la forma en que dirige, es moderada, sin excesivas búsquedas formales porque precisamente para que lo ahí narrado sea creíble y afecte en el mejor de los sentidos al espectador, se requería de ser riguroso pero también discreto, sin alardes tecnológicos.

Algo que sí puede decirse sin restar con ello sorpresas al futuro espectador es que si perder implica dejar la vida ahí mismo y al instante, entonces es mejor no encariñarse mucho con los personajes, por favoritos que nos parezcan. Y desde luego, al terminar de ver la serie —es complicado llamarla miniserie porque consta de nueve episodios— nos lleva a pensar que debería haber una segunda y hasta una tercera temporadas que despejen algunas dudas que no plantea el guionista y director sino que se generan porque el espectador desea saber qué diablos pasa después del final y, desde luego, ver una segunda competencia “recargada”. Al respecto y pese al éxito mundial de su más reciente trabajo, Dong-hyuk se mantiene tranquilo y en las pocas afirmaciones que ha hecho a la prensa lo más que puede colegirse es que lo está pensando.

El juego del calamar es adictiva como pocas y muy sangrienta pese a que los participantes y el espectador saben desde el inicio que allá adentro, el que se sube, se pasea. Puedes entrar y competir, pero no hay forma de salirse ni de bajar la apuesta. Tarde o temprano la verá, y de una vez le digo que le alcanzaría para írsela dosificando durante una semana, pero dudo que no la termine en tres tandas, o en dos, o de plano toda en su día de asueto. Y también le digo que le va a generar síndrome de abstinencia. Pero, ande, entre a ver El juego del calamar por su propio pie y abandone toda esperanza, sin albur, de no terminársela a grandes bocados.

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