No siempre fue así. Antes era como cualquier político. O mejor, como cualquier persona a la cual la vida le sonriera en términos generales. Se sabía a sí mismo como un candidato muy viable a la Presidencia luego de que Vicente Fox le inyectara sangre nueva con aquella bobería del desafuero, bobería que lo catapultó a los primeros lugares de interés en la futura boleta presidencial que aún no contemplaba del todo a su némesis, el ex presidente Felipe Calderón.

De algún modo, la tenía ganada. Pero sólo de un modo: el de la popularidad basada en el carisma y en las promesas de cualquier aspirante a un puesto público, que ni se cumplen ni son proyecto de gobierno. Era un sujeto que caía bien y que, de manera por demás singular para los tiempos que hoy corren, reservaba un trato amable y jovial para la prensa. Tenía un halo de ganador, permítame insistir, antes de que Calderón entrara por su propio pie en escena.

Claro: no contaba con ninguna superioridad de orden moral, como llegó a tenerla el ingeniero Cárdenas inmediatamente después de que se anunciara que no era el ganador. Quienes llegamos a cubrir algunas conferencias de prensa posteriores a la decisión electoral, lo llamábamos —y conste que en esos encuentros había sólo periodistas— “señor presidente”, ya no “ingeniero”, como era el trato usual en la campaña. Él estaba consciente de haber ganado, aunque el cómputo y el sistema dijeran lo contrario, y el país, sobre todo en el centro, así lo avalaba aunque sin olvidar que fue el propio Cárdenas cuando tuvo en su mano alguna especie de insurrección civil y prefirió decirle a sus millones de votantes que regresaran a sus trabajos y a sus casas a continuar luchando por México.

López Obrador no tuvo nunca esa aura, porque las auras no se consiguen por la fuerza y no las venden ni en Tepito ni en Amazon. Las auras aparecen por sí mismas. Y sin embargo, sabía caerle bien a la prensa: el tono ligero con el que minimizaba los avatares de la vida política era una de sus mejores armas, y es justo esa actitud, ya como Presidente de un país muy distinto al que aspiraba a gobernar casi 15 años antes la que ahora le pesa como el ancla del Titanic. La realidad no se modifica con sólo desearlo a través de un lenguaje caduco —“fuchi”, “guácala”— y sobre todo sin un proyecto que implique aunque sea mantener el rumbo que llevaba el país —con todos sus malditos asegunes— y no que por fuerza y porque, diría él, sus chicharrones truenan, hay que destruir en aras de nada o de compromisos previamente adquiridos, desde complejos sistemas ecológicos hasta el sistema educativo —una de nuestras únicas esperanzas de avanzar— pasando por dos temas que desde el día inicial de su gobierno se le fueron de las manos: la economía, hoy en crecimiento cero, y la inseguridad, hoy peor que cualquier año inicial de sexenio que se recuerde.

El señor López Obrador no fue siempre este ser irascible, arrebatado, de cólera apenas en control. Algunos destacadísimos mexicanos que han trabajado en la política y cuyo plumaje hasta ahora no tiene mancha —otra vez para emplear el habla de hace medio siglo—, coinciden, y ahí están las redes públicas para constatarlo, que pese a sus excesos fue siempre mucho mejor en la oposición que en el gobierno. Y lo que subyace en esa apreciación con la que es fácil concordar, es que el actual presidente no tiene a un López Obrador que lo esté incordiando de manera permanente. La “clase política” prefiere asumirse pasiva en su mayoría: los partidos políticos se desfondaron en las pasadas elecciones, y los cuantiosos ejércitos de políticos de toda laya que se pasaron del lado del que sería ya inevitable ganador se atacan entre ellos porque de algún lugar sacaron una bola de cristal y atisban un futuro en el que su partido o movimiento en el poder lo conservará por lo menos otros seis años. Es muy evidente que se suben al trasatlántico sin que les importe un carajo que va derecho a una zona de iceberg: no lo ven como dos veces ya en la historia recientísima de México no lo vieron los confiados trabadores/ beneficiarios del PRI, y las dos ocasiones se les hundió el barco y de la última no habrá ya forma de que se recuperen.

Y ya que las instituciones cuya autonomía se pone en entredicho semana a semana, que debieron ser contrapeso al ejercicio presidencial como debían serlo los otros dos poderes de la Unión y no lo son, sólo queda la prensa. Y eso, no toda la prensa. Seamos serios y separemos la paja del grano o, propiamente, a los reporteretes “molécula” de los periodistas reales. Los “moléculos” han estado ahí siempre, sólo que ahora son a quienes les ceden la palabra para preguntar en ese ejercicio de egolatría desinformativa que representan “las mañaneras” y que se revertirá tarde o temprano.

Odiar la información es odiar la realidad, es negarla. Y la realidad se llama así porque puede ser constatada por todos y ello la vuelve innegable.

Ayer, la realidad se llamó Culiacán, y mañana tendrá otro nombre pero significará lo mismo, y la prensa estará ahí, incluida —quién lo iba a decir— aquella a la que le quitaron el bozal nada más para darle un paradójico periodicazo presidencial.

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