No hay membresía: se acude por invitación y con el aval de alguno de los habituales, a quienes tiene en la memoria y en una rigurosa lista su propietario, de apellido Baltazar, y quienes lo conocen se refieren siempre como Señor Balta, así, con mayúsculas muy marcadas ambas, y no sólo por aquella verdad de “no hay crudo que no sea humilde”, sino porque el señor no esconde sus 70 años justos, ni un fibroso y entrenado físico que el ejercicio le proporciona y con el que sería capaz de destrozar a crudos, sobrios y abstemios sin ninguna piedad.

El personal del sitio lo conforman entonces su fundador, largos años cantinero en la marina privada y en tierra firme; su hijo, que rebasa los 40 y hereda la complexión y seriedad profesional del padre, responsable de mantener la cocina en funciones; la hija, chef de escuela con especialidad en bebidas; dos auxiliares de cocina silenciosos y eficaces; y seis hombres de seguridad, repartidos tanto en la entrada como al interior del sitio. Hasta donde este escribidor sabe e indagó, han sido requeridos para asuntos muy menores y jamás en contra de algún parroquiano: nadie, por más lord o lady que se sienta, es tan idiota para patear el pesebre que además resguardan media docena de tipos con armas letales.

Que si se mueve plata en el sitio, sí, se mueve, pero virtualmente. No hay pago en efectivo y, desde luego, bajo ninguna circunstancia, hay propina para el Señor Balta, único responsable de atender personalmente a los bebedores que serán comensales en cuanto el espíritu del mal los abandone. Hay, sí, un cóver por mesa que es preciso cubrir se acuda o no al sitio. Y un consumo mínimo que también hay que solventar, se consuma o no todo lo solicitado. Se entiende que cuando se llega a un oasis, se bebe agua cristalina luego de arrastrarse horas por el desierto, cualquiera que revive paga con gusto por el milagro laico, y no anda de tacaño, avaro y miserable con la recuperación de la salud propia y de los seres apreciados que lo acompañan.

Rige —sábados y domingos, únicos días que abre— un horario de tres turnos, que comienza a las 10 de la mañana y termina a las cuatro de la tarde, sin excepciones. Por mesa se puede permanecer como máximo dos horas dentro del lugar, más que suficientes para reponerse del todo. Los sitios, separados por altos biombos, no invitan a la greguería sino a esa cierta soledad interna que se busca y se aquilata. También el número 10 manda en los minutos de tolerancia: o llegas, o te vas mucho a chelear a tu madre.

En la cocina se prepara únicamente lo que ha de consumirse al momento, no mucho, si consideramos, por ejemplo, la barbacoa. Hay comida, pues, que la pequeña empresa familiar compra, corrige y adiciona con el sabor de la casa: además de la barbacoa, consomé de carnero y de pollo, tacos suaves y dorados, pancita, caldo de camarón, leche de tigre, tostadas de pescado y tinga de pollo más quesadillas al sartén sólo de papa, queso y guiso de carne deshebrada.

La iluminación, por su parte, es tenue como tenue y selecta es la música de cámara que se oye a un volumen moderado, gentil, y cuya playlist cambia cada fin de semana y es a gusto de los Balta. La adecuación del tiempo, entonces, funciona muy bien: ese día canalla que inicia con un sol que siempre nos parecerá rabioso, se va regularizando en nuestra conciencia y se recupera el ánimo y la alegría vital.

Es cierto que hay maneras médicas de hacer frente a la resaca —un antiácido más un relajante muscular y un preparado comercial de electrolitos— pero eso le quita el gusto a resucitar.

Y así como en la carta no existe la birria, por sus ingredientes agresivos, tampoco hay espacio ni para aquellos que van saliendo de alguna reunión y se aparecen “en vivo” —para esos ya hay sitios más que suficientes—, ni para sobrios. Ni se encontrará jamás ahí una michelada, ese invento pitero que deshidrata por parte de la cerveza, trepa la tensión arterial con su altísimo contenido de sodio y ataca con brutalidad a la sensibilidad estomacal del viandante con chile en polvo, por demás inmundo.

La joven Balta, responsable de la carta de bebidas, ofrece, sin excepciones, preparados a la Hemingway: daiquirí pero dulce; a la Poe: ajenjo, hielo picado, jugo de naranja; a la Chandler: ginebra, un solo hielo y hasta el borde de agua mineral; a la Herman Melville: café con leche evaporada y whisky; a la Garibay: con variedad de blancos y tintos del mero Valle de Guadalupe; a la Manuel Acuña: no es recomendable, se cura sólo una vez y para siempre —es broma, lector querido—: tinto caliente con té; a la José Alfredo: tequila bandera, pero en vez de sangrita, jugo de tomate fresco saborizado, en vez de caballito de limón, agua mineral y limón con un toque de azúcar, y tequila reposado; y a la Joaquín Sabina: un “cubata”: ron caribeño, refresco de cola y más hielo que en el Titanic.

No los dejarán entrar así nada más, pero digamos de una vez que está ahí por la Escandón y que sólo al salir del sitio es posible ver una placa removible que contiene el cierre de un poema de Jaime Sabines:

“Cuando tengas ganas de morirte

no alborotes tanto: muérete y ya”.

Pero para cuando sales de aquel paraíso, la vida ha vuelto a ser bella y cruel, como es la vida, pero no es la muerte.

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