No pocas personas de “reconocido prestigio” y, agregaría aquí el escribidor, de notable formación estética, han manifestado en redes sociales y eventualmente en algún medio masivo (aunque es pronto para ello y quizá ya no dé tiempo al paso en que los acontecimientos noticiosos se traslapan unos a otros) su pesar por el deceso de don Camilo Sesto.

Es gente seria, amigos incluso, para quienes con el compositor e intérprete se va terminando de ir un mundo pasado muy probablemente mejor que el actual. Y es cierto que por eso se extrañará una presencia como la de Sesto: por la época que le tocó vivir y no porque su música operara algún cambio. Si bien por evidentes razones de salud el hombre estaba alejado de los escenarios y sus éxitos ya no formaban parte de su presente, se mantenía como un símbolo de “eso”, una sensación que echamos en falta sólo cuando ha terminado de irse.

Que sí, que sí, que quién no cantó fragmentos de algunas de las canciones que lo llevaron al sitio que ocupaba. Más o menos toda la generación que ahora toca la puerta de los 50 años o ha cruzado unos cuantos pasos ese umbral.

Sin ningún ánimo de menosprecio, y menos ahora, pero su trabajo no puede compararse ni de lejos con el de otros coterráneos suyos que no le van a la zaga en edad: Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina. Y la comparación resulta inoperante porque Camilo Sesto, con el talento que la madre naturaleza le dio, se dedicó a componer y cantar piezas que resultaban no sólo muy sencillas melódicamente, sino también letrísticamente sin mayores aspiraciones que a comunicar una o dos ideas.

Nada de eso es malo, pues. Calma. Pero es preciso hacer una diferenciación —que no una comparación— entre lo que implica ser un cantante de éxito y uno de época. Para empezar, ambos coexisten porque son casi complementarios, pero mientras un cantante de éxito sólo vivía mientras su música se escuchaba —hace unos años así era la jugada— en la radio, los cantantes de época, en su obra, van reflejando el cambio de los tiempos: no es de ninguna forma casual la discografía de Serrat en catalán, ni su reivindicación por ciertos poetas españoles, como tampoco lo es el salto del Sabina despreocupado, alegre, juguetón y siempre en la cuerda floja de sus primeros discos —el trabajo que hizo con La Mandrágora desde luego cuenta— al Sabina que, conforme se asentó en España “la movida” y fue necesario construir y edificar en serio, el de Úbeda alcanzó una complejidad conceptual y formal que se fue sin escalas a las estrellas de Lope y Quevedo, de donde esperamos que no baje al menos durante unos ocho o nueve discos más.

Entiendo a mi gente —porque es mi gente alguna de ella— que lamenten la partida de Camilo Sesto. Es una pérdida sensible, aunque para efectos de lo que a la música se refiere, podemos decir que ya había guardado silencio o que cuando todavía sus padecimientos le permitieron presentarse lo hizo tan sólo para volver a las piezas que estaban en la memoria del escucha. Y justo a eso se refieren quienes dicen que con Sesto se va una época, aunque lo cierto es que se va una temporada (que no es lo mismo y que no es igual), se va una representación de la vida de cada cual. Si el querido lector me permite retomar una línea expresada aquí arriba, quienes conocimos de primera mano su trabajo (la radio en México podía traer éxitos de cualquier parte del mundo que se lo propusiera de manera prácticamente simultánea a su lugar de origen) relacionamos no por el discurso sino por una asociación pavloviana en el más noble de sus sentidos algunas piezas de Camilo Sesto con una etapa de la vida que fue de los, digamos, 15 a los 20 años. Casi nada: fue la etapa en que nos fuimos haciendo adultos con todas las alegrías y penurias de orden emocional que ello implicó. Un hecho formativo que hoy a los Brayans y a las Britanis como que se les barre porque a esa tierna edad ya fueron padres y se separaron tres veces y regresaron a la casa paterna a rascarse las cosquillas sin que el mundo les importe un carajo.

El propio Camilo puso un ejemplo de cómo no era su trabajo con la pieza “Melina”, que pese a toda la carga social del momento, sólo tiene un acierto letrístico que linda sin problemas con la poesía “Eres… luz del sol, volcán y tierra”. Falta, claro, “fuego de amor”, cuatro sílabas que pudo sustituir con otras cuatro para no resbalarse por, digamos, “nube y color”, pero no lo hizo. Y, sin embargo, mucho más allá de las canciones que a cualquiera le suben la glucosa a niveles alarmantes tan sólo de oírlas, “Melina”, que no representa a Sesto, se deja escuchar pese al corito de “traralailarará” que amerita si no un pelotón de fusilamiento sí una severísimo arresto. Y además, claro, está la figura de la señora Melina Mercouri y aquella escena en donde gloriosamente se recuesta y canta “Nunca en domingo”, y con su actuar hace que la vida esté más viva aún. ¿Quién que la ve no le dedica al menos una de las buenas y con gran entusiasmo?

Con los éxitos de Camilo Sesto, y los de otros muchos cantantes y grupos que conformaron nuestro imaginario musical de la adolescencia y primera juventud, se va un tiempo que por maravilloso que fuera le aseguro que, precisamente por constituir una prueba superada, se rememora con aprecio pero ya nadie quiere volver a vivir.

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