Y usted lo sabe y lo ha padecido: cualquiera con 500 pesos en el bolsillo es capaz de adquirir, de forma legal (y ante el aplauso de sus más cercanos, como si hubiera hecho un gran hallazgo médico), una bocina. Tal cual: una bocina, que se expenden también como los siempre conocidos bafles sólo que de una dimensión considerablemente menor: pongamos que el frente abarca, cuando mucho, una hoja de papel tamaño carta. Pero el volumen a tope, por cierto con una distorsión apenas perceptible, es infernal. Una sola bocina, y hablo de un rango de precio que es de lo más accesible, puede joderle el día y la noche a dos edificios enteros o, si está colocada estratégicamente en la banqueta, a unas 15 casas a la redonda.

Tantita madre, por favor.

Que sí, que siempre ha habido vecinos odiosos que en sus reuniones familiares o en sus borracheras semanales le subían el volumen a sus aparatos de sonido. Pero aquello era muy diferente: los artefactos tenían un límite muy claro y si eran empleados como arma de tortura, las bocinas (entonces sí que eran bocinas) reventaban más temprano que tarde porque no estaban diseñadas para un uso digamos industrial ni para el asedio de alguna ciudad rebelde. Y pese al escándalo, aun había resquicios de mínimos silencios en los que la gente acordaba con qué música seguir, lo cual además brindaba un respiro extra al escucha pasivo: el cambio de género musical ayudaba, y mucho, para permanecer de este lado de la locura.

Esa paz, que duró décadas, lector querido, ha terminado para siempre. Nadie, créame, nadie se opone a que cada quien en su espacio privado escuche a volumen alto lo que le plazca, faltaba más. Pero el desarrollo tecnológico ha permitido, particularmente en muy recientes fechas, que aquellos volúmenes que podíamos considerar molestos, sean hoy capaces de hacer que vibren los platos y las cucharas en la mesa no sólo del “bocinista” hijo de puta, sino de sus vecinos. Y eso, créame, no va a terminar bien.

Mire, ya para que se queje del fenómeno la industria de los sonideros —aquellos legendarios sujetos con un equipo de bafles más altos que una persona, una mezcladora y muy odiados desde que empezaban a montar su previsible desmadre—, que le rompieron los tímpanos, el sueño y la calma a colonias enteras, es que ha empezado la guerra.

Pero hay más, por el doble de la inversión, digamos mil pesillos, es posible adquirir un bafle de unos 80 centímetros de altura, que solito genera tal cantidad de decibeles que se extraña, y cómo no, a los sonideros. Y aún los hay mucho más potentes y con extensiones diabólicas que magnifican todavía más el sonido. Le digo, esto apenas empieza, porque si de dos departamentos o dos casas vecinas comienza el escándalo, basta que en ambas partes le suban para que ya el nivel de ruido provoque que los mismos dueños de esos aparatos o le bajen al mismo tiempo o uno ceda.

Aun así, el volumen no es el menor de los males, sino el pésimo gusto aunado al origen mismo del precio de las bocinas. Veamos: un animal de esos necesita alimentarse. Hasta hace muy poco tiempo, en el mejor de los casos, vía Bluetooth, el dueño de la bocina encontraba en YouTube una antología de su intérprete favorito, que podía durar con tranquilidad más de una hora. Y después de eso, o confiaba en la selección de YouTube mismo que le recetaba otra hora de música similar, lo cual no era frecuente, o hacía lo esperado: rascarle un poco a los archivos y encontrar otra hora, sí, pero por fortuna de un solo género. Pues eso, que ya era digno de una carga de TNT marca Acme, fue superado.

Las bocinas del infierno aceptaban y aceptan Bluetooth, pero no son los grandes ingenios cibernéticos, y es por eso que el volumen y el alcance se incrementa quizá al cuádruple de la manera más sencilla imaginable: colocándole una tarjeta de memoria. Los novatos en esto adquirían por unos 200 pesos una tarjeta de memoria virgen que podía contener miles de canciones, pero había que cargarlas, o sea elegirlas y darles algún orden por muy general que fuera. Pues ese gusto personal que ofrecía el último respiro al escucha pasivo, se terminó: en cualquier puesto de cualquier mercado de cualquier parte del país pueden encontrarse, por un precio ridículo, memorias USB —desde luego también admitidas por las bocinas y con el mismo resultado atroz de las tarjetas de memoria— precargadas de música, horas y horas. Y lo más caótico es su forma de presentarse que más general no puede ser: grupera, solistas, bailables, tropical y demás. El que adquiere esa USB en realidad no sabe lo que está comprando porque no hay ningún índice posible para tantísimo corte. Así que un buen fin de semana toma su bocina, le inserta la USB, y a joderle la vida a toda forma viviente. Le aseguro que muy pronto quienes tienen organizaciones que protegen a los animales del maltrato van a responder como lo hicieron ante los cohetes, y con justa razón.

No olvido decirle que con una carga normal a la electricidad, estas bocinas que se multiplican como langostas pueden alcanzar una autonomía que empieza en ocho horas y hace portátil la maldición.

Escuchemos de memoria, lector, un réquiem por el cada vez más caro silencio y por la lejana música de la estrellas.

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