Pocos artículos me han tomado tanto tiempo en escribir. Comencé varias veces a escribir sobre los importantes retrocesos que deja este sexenio, algo de lo que he escrito mucho y que a veces me quita el sueño. Cada vuelta dejaba la página en blanco, porque mi mente está ocupada con la muerte de mi mamá, quien falleció el miércoles pasado. Así pues, queridos lectores, en esta ocasión uso este espacio para escribir aunque sea unas breves líneas sobre ella.

Generosa, alegre, divertida, inteligente, lectora, bonita, elegante, gran amiga, llena de vida; así la describieron algunas de las personas que me saludaron en el velorio. María Victoria González Cárdenas nació el 30 de abril de 1940 en Nuevo León. Era otro México, más pacífico y de vida más lenta. Creo que siempre tuvo una añoranza de esos tiempos más pausados, en el que se observaban las formas y los vecinos se saludaban. Nunca logró usar el teléfono celular, ni el WhatsApp o la videollamada. Varias veces intentó hacerlo, no pudo. Terminaba siempre perdiendo o regalando el aparato y regresaba al teléfono de línea y a su libreta de papel en la que apuntaba nombres y teléfonos, en un orden que solo ella entendía. Le gustaba ver películas en blanco y negro, de la época de oro, de Jorge Negrete y María Félix. A veces las veía sin volumen. Le interesaba la historia y leer. Todos los días leía los principales periódicos, leía también biografías noveladas y novelas sobre las cortes. Varias veces la vi leer Los reyes malditos, de Maurice Druon.

A mi madre le gustaba viajar, explorar, la comida, contar historias, reunirse con sus amigas, caminar. Recuerdo haber viajado con ella y con mi hermana a Europa cuando yo tendría unos 15 o 16 años. Los pies me dolían de tanto caminar, pero mi mamá no parecía cansarse. Siempre había un museo, una calle o una iglesia más que podíamos visitar en el día. Le encantaba ir de compras. No sé qué tienen las compras, pero para ella era como ir a la feria. Iba al mercado de la colonia donde conocía por nombre a la señora de las quesadillas, al de los quesos, a la de la fruta y hasta a la del puesto de joyería de fantasía que llegaban ahí a instalarse con los demás marchantes, debajo de un plástico rosa. Cuando la acompañaba me presentaba con cada uno. “Esta es mi hija, de la que le platique”. Yo sonreía y tomaba la probada de queso, para pasar la vergüenza. Era yo adolescente. También le gustaba ir a las tiendas departamentales. A veces solo compraba unas galletas o unos dulces. Ya de más grande y con problemas de salud, aparecían por toda su casa, en cajones y closets, a pesar de estar proscritos por los médicos. “No me los como”, decía. Los niveles de azúcar la contradecían. Creo que la primera vez que me percaté de que su salud estaba realmente mal, y que quizás no iba a recuperarse, fue cuando la vi cansarse en un centro comercial.

Siempre estaba preocupada de que las personas a su alrededor estuvieran bien, conocidos o no. “Tú no sabes lo que vive cada persona en su casa”, me dijo un día que me quejé de algún maestro. De ella adquirí un sentido de responsabilidad social.

A su velorio asistieron muchas personas. Llegaron muchas flores, algunos con mensajes de condolencias, otros con mensajes de afecto y agradecimiento hacia ella. Ya cuando se habían llevado su cuerpo pensé en contarle cómo fue el velorio, luego recordé que eso ya no era posible. Le hubiera gustado. A lo largo de estos días me he sorprendido pensando en cosas que le quiero contar o preguntar. Veo cosas que le podrían gustar y pienso en llevárselas la próxima vez que la visite. Comencé a leer El año de pensamiento mágico, de Joan Didion, poco antes de su muerte. No sabía ni de qué trataba el libro. Lo compré porque alguien lo recomendó y poco después escuché que compuso Andrew Bird luego de leerlo. Ahora creo que entiendo el título: después de la muerte de una persona amada, pasas días pensando que nada pasó, que va a estar dónde siempre estaba, que se pueden retomar rutinas. Es el pensamiento mágico, muestra quizás de nuestra efímera humanidad.

Maestra y doctora por la Escuela de Derecho de la Universidad de Stanford en California. @cataperezcorrea

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