Ya se ha hecho costumbre para el presidente lanzar acusaciones desde la mañanera, con más y más frecuencia. El presidente usa el foro que le da su encargo para condenar a críticos. Cada semana nos presenta listas de periodistas, académicos, empresarios, editorialistas, medios de comunicación que considera opositores y enemigos de su proyecto político y, por añadidura, “del pueblo”. Se trata de un “diálogo circular” o del “derecho de réplica”, dice el presidente. Sin embargo, no reconoce la enorme disparidad que hay entre la voz que tiene él, como presidente del país, y la de cualquiera otra persona.

La desigualdad entre unos y otros, y la gravedad del contexto de violencia en que se expresa el presidente en contra de sus críticos, es tal que incluso el relator especial de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ( CIDH ) para la libertad de expresión, Pedro Vaca Villarreal , para que suspendiera la sección de la mañanera llamada: Quién es quién de las mentiras. “Es francamente muy extraño para una sociedad democrática que haya espacios de auditoría gubernamental a la prensa, una auditoría que es errática, porque muchas veces les ha tocado corregir; que es ligera, que en algunos casos es caprichosa, que todos los miércoles es unilateral, y que es además selectiva”, en una entrevista para Proceso a principios de este mes.

La función de los y las periodistas es investigar, entre otras cosas, el ejercicio del poder; traer a la luz posibles actos de corrupción o conflictos de interés. No es, en cambio, una función del presidente hacer públicos los datos fiscales de sus críticos, ni presentar listas de los medios o personas que publican notas que evalúan de manera negativa algún aspecto de su gobierno.

No solo es extraño sino completamente ajeno a un Estado democrático que el poder público se use para señalar, acusar o abiertamente atacar a disidentes. Sin embargo, no parece haber límites morales si el objetivo es defender “su” proyecto. Violar normas es legítimo si estas obstruyen el proyecto presidencial. “Viólese en lo que se cambia”, parece ser la máxima presidencial. Así debemos aceptar la militarización de las funciones de gobierno porque el presidente la considera una forma legítima de defensa de su transformación. El debilitamiento de la autonomía universitaria y de los órganos autónomos —ya sea el INE , la CNDH o el INAI — es aceptable porque es en defensa del proyecto. El acoso e intimidación de la prensa, de académicos y ONG desde la tribuna presidencial son válidos porque todo debe estar subordinado al proyecto de nación que promete (y promete, y promete) terminar con la corrupción, la desigualdad y el uso arbitrario del poder.

Lo que vimos la semana pasada —la exhibición de los datos fiscales de un periodista— sin embargo, no cabe ya en esa narrativa e ilustra, mejor que sus palabras, la forma patrimonialista en que López Obrador entiende su cargo y usa el poder. El patrimonialismo —hacer uso del cargo público para fines privados y personales, como si fuese patrimonio personal— ha sido tan característico de nuestra clase política como destructivo del estado de derecho y de la democracia. La semana pasada vimos al presidente usar información protegida (a la que tiene acceso por el desempeño de una función pública), para vengarse de alguien que hizo público un posible acto de corrupción de su hijo. Usó la tribuna que le da su cargo para defender a su familia, intimidando a un periodista que hacía su trabajo. Lo hizo sin tapujos, seguro de su patrimonio y ostentándolo con flagrancia. Nada tiene que ver con la transformación lo que atestiguamos y todo con las mismas y conocidas formas de entender y usar el poder público para fines personales.

Profesora-investigadora del CIDE.
@cataperezcorrea