A mediados del mes pasado, el presidente de Estados Unidos anunció que su gobierno había atacado y hundido, en aguas internacionales, a un navío que traficaba sustancias ilícitas. “Esta mañana, bajo mis órdenes, las fuerzas militares de Estados Unidos llevaron a cabo un segundo ataque en contra de cárteles de las drogas y narcoterroristas, identificados positivamente y extremadamente violentos[…]. El ataque ocurrió mientras estos confirmados narcoterroristas de Venezuela se encontraban en aguas internacionales transportando narcóticos ilícitos (una arma mortal que envenena a americanos) con dirección a EU”, escribió en su red social. Según reportes, el evento dejó 3 muertos. Dos semanas antes había anunciado otro ataque similar, en la costa de Venezuela, que hundió otra embarcación y mató a 11 personas.
El sábado pasado se anunció otro ataque que destruyó una embarcación. En este último murieron 4 personas, lo que eleva el total de muertos en la “guerra contra los cárteles” a 17 personas. No se ha publicado información que vincule a las embarcaciones o su tripulación con redes de narcotráfico. Sin embargo, la administración lo calificó como un logro. “Ya no vendrán por mar”, dijo el presidente, “tendremos que comenzar a buscarlos por tierra”.
Algunas organizaciones, como Human Rights Watch, han denunciado estos ataques como ejecuciones extrajudiciales señalando que no existen bases legales para llevarlos a cabo. “Las autoridades no pueden matar sumariamente a personas que acusan de traficar drogas”, dijo la directora de esta organización en Washington. Desde otros espacios se ha señalado que tampoco se puede alegar la defensa propia como justificación legal.
Días antes del último ataque el presidente Trump envió una notificación al Congreso de los Estados Unidos afirmando que el país estaba en un “conflicto armado no-internacional”, en contra de los cárteles de las drogas, y que los narcotraficantes eran “combatientes ilegales”. De calificarse así, ello permitiría al gobierno —entre otras medidas— matar a “combatientes enemigos”, detenerlos sin juicio y procesarlos en tribunales especiales. Hasta ahora, los ataques se han concentrado en embarcaciones venezolanas, pero queda abierta la posibilidad que naves de otros países sean atacadas, e incluso que justifique incursiones o ataques en otros países.
Un siglo de políticas prohibicioncitas ha dejado claro que la estrategia de decomisos, destrucción de cargamentos y detención de “objetivos”, no reduce la oferta de sustancias ilícitas en el país vecino. Si algo muestra la crisis del fentanilo, surgida durante el actual régimen de prohibición, es la capacidad que tiene el mercado ilícito para encontrar nuevas rutas y para producir nuevas sustancias (que suelen ser más potentes, riesgosas y difíciles de detectar que las anteriores). Sin servicios —y estrategias— de salud serios que atiendan la demanda, las organizaciones criminales seguirán operando y corrompiendo instituciones en ambos lados de la frontera, y a lo largo del continente.
Para México, la estrategia también augura malos resultados. En términos de violencia, las detenciones han sido un desastre. El caso de Sinaloa es quizás el más llamativo en este sentido. A más de un año de la detención de Ismael —El Mayo— Zambada, el Estado vive asediado por la violencia. Los bloqueos, homicidios, desapariciones y desplazamientos son habituales. Las posibles incursiones militares, a su vez, no harán más que deteriorar las ya tensas relaciones bilaterales.
No sabemos aún cómo será esta nueva “guerra”, pero en México ya vivimos las consecuencias de la guerra contra las drogas con Felipe Calderón. Quizás veamos ahora, en mayor escala, algo similar: los falsos positivos, la violencia estatal desbordada, el negocio ilícito que se extiende a otros rubros, y las organizaciones que se arman para cooptar o desafiar al Estado. Un despliegue performativo cuyo último objetivo es proteger la salud.
Doctora en derecho. @cataperezcorrea






