Vivimos en un país en donde todos los días leemos auténticas tragedias e injusticias que forman un océano de estadísticas donde se diluyen los detalles y solamente se suman o restan los totales.

Por motivos profesionales, todos los días reviso la página web de la Universidad en Medicina John s Hopkins. En mi visita más reciente encontré que a nivel mundial hay poco más de ocho millones de personas que han sufrido el contagio del virus, de las cuales casi 450 mil han perdido la vida. ¿Cuál es la tendencia natural ante estos números? Hacer la división correspondiente para concluir que una tasa de 5.5% de letalidad puede o no ser tan grave, pero en nuestro país el índice es de 12%.

Claro que la visión es fría e impersonal. Y es relativamente fácil verlo así mientras no se enferme o fallezca alguien cercano a nosotros, porque en el momento en que eso ocurra, a nivel emocional los números dejan de ser solo cifras para convertirse en una profunda y dolorosa experiencia personal. Un buen amigo que apenas ingresó a su madre al hospital me escribe: “las estadísticas toman un nivel distinto cuando en ellas aparecen seres queridos”.

¿Cómo poder ver ese total cercano al medio millón de muertes de una manera que no solo sea un gigantesco mar de datos? Intentaré explicarlo con el siguiente ejemplo.

Muchos hemos asistido, aunque sea una sola vez, al Estadio Azteca en la Ciudad de México, sede de dos mundiales de fútbol y de conciertos como los de U2 y Michael Jackson. La capacidad de este coloso ronda los 90,000 asistentes.

¿Recuerda esa gloriosa vista de decenas de miles de personas con camiseta verde entrando al estadio y llenando las gradas? Aún evocamos el grito ensordecedor al caer el gol de la Selección Mexicana o al ver aparecer a Bono en el escenario. ¿O la salida eufórica de aficionados festejando la victoria? Ahora visualicemos ese mismo estadio lleno de cuerpos sin vida en sepulcral silencio y multipliquémoslo por cinco para totalizar las 450,000 víctimas mortales del Covid-19.

Ahora ubiquémonos en el centro de la cancha y hagamos un lento giro de 360 grados observando ese oscuro y apocalíptico panorama. ¿Se imaginan la infinita cantidad de historias acumuladas en ese graderío? ¿O las decenas de millones de familiares y amigos en duelo por su partida?

Así como la pandemia nos puede hacer entender este ejemplo con mayor nitidez porque lo vemos y vivimos todos los días desde hace meses, los números tampoco discriminan en tragedias provocadas tanto por el crimen organizado, como por un neurótico que no pudo contar hasta 10.

De diciembre de 2018 a abril de 2020, se han registrado 50,461 homicidios dolosos, 2,509 secuestros y la incidencia de feminicidios ya suma 1,366 víctimas en el mismo período, por mencionar algunos de los delitos de mayor impacto. Es posible que muchos hayan sido criminales de carrera, pero la gran mayoría no.

En el momento en que como gobierno y nosotros como sociedad solo hablamos de incrementos o decrementos porcentuales mes tras mes o sexenio tras sexenio, nos perdemos en la forma (y las justificaciones) y dejamos de ver el fondo, que es lo que en realidad importa.

Sociedad y gobierno deben encontrar mecanismos más efectivos para resarcir en lo posible a las víctimas y a sus familias y así tratar de humanizar las cifras comprendidas de tragedias individuales. Hasta este día es claro que lo que la autoridad ha hecho no ha servido. La narrativa oficial se impregna con la frialdad de los números y, con las elecciones a menos de un año, me temo que este cruel esquema solamente se profundizará.

Evitemos a toda costa que una expresión como la siguiente, (atribuida al dictador soviético Stalin) se convierta en un modismo contemporáneo que nos brinde una falsa resignación en estos difíciles tiempos que estamos viviendo: “La muerte de un hombre es una tragedia. La muerte de millones es una estadística”.

Especialista en seguridad corporativa
@CarlosSeoaneN

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