A medida que se acerca una elección de gran calado, la política deja de ser reactiva y se vuelve preventiva. Ya no se trata de competir, sino de llegar con el terreno ordenado, los riesgos acotados y las reglas del juego lo más favorables posible. En México, 2026 cumple exactamente esa función: no es el año de la contienda, sino el año de la consolidación previa.

Desde ahí, muchas de las decisiones que se tomarán —y las que se evitarán— no deben leerse como políticas públicas, sino como movimientos de poder con horizonte electoral.

El incentivo real del poder: consolidar antes de competir

Desde una lógica estrictamente política —no moral, no ideológica—, 2026 es el año en el que Morena y la Presidencia tienen todos los incentivos para seguir solidificando su posición, cerrar filas internas (así sea de dientes para afuera), reducir riesgos y consolidar hegemonía antes de entrar al terreno abierto de la competencia electoral.

Eso implica varias cosas previsibles:

- Uso intensivo del aparato político y presupuestal para fijar narrativas de estabilidad, continuidad y control.

- Aceleración de reformas, nombramientos y reconfiguraciones institucionales que no quieren dejarse a la incertidumbre electoral.

- Gestión política de conflictos —seguridad, protestas, tensiones regionales— con lógica de contención, no de solución estructural.

- Relación tensa con los pocos contrapesos existentes: órganos autónomos, medios, oposición y gobiernos locales no alineados.

Nada de esto es exclusivo de México. Es comportamiento clásico del poder cuando huele una elección grande en el horizonte.

El riesgo: confundir control político con control del país

El problema aparece cuando el cálculo electoral se traga a la gestión pública.

Porque no todo lo que fortalece una posición política fortalece al país. Y no todo lo que conviene en 2026 servirá en 2027 o 2028.

Si la prioridad es llegar fuertes a la elección:

- La seguridad puede volverse una farsa de administración estadística y no de recuperación territorial;

- La economía puede volverse control narrativo y un (todavía) mayor endeudamiento, no competitividad real;

- La energía puede convertirse en una ideología absurda y anquilosada, no en capacidad instalada;

- La relación con Estados Unidos puede volverse reactiva, no estratégica.

Y eso tiene un costo a mediano plazo que no se mide en votos inmediatos, sino en fragilidad estructural.

Prospectiva política: qué sí puede cambiar el tablero

Aquí está la parte que muchos evitan decir: 2027 no está escrito.

El resultado no dependerá solo de campañas, sino de lo que la gente viva en 2026:

¿Se redujo el control criminal sobre mercados locales y cadenas productivas?, ¿se puede trabajar sin pagar derecho de piso?, ¿bajó la extorsión real o solo cambió de modalidad?, ¿hay energía suficiente para crecer?, ¿el empleo aumenta o se precariza con la IA?, ¿el Estado da certidumbre o solo discurso?, ¿México negocia con estrategia o reacciona bajo presión?

Si 2026 se vive como un año de control sin resultados, el electorado lo cobra.

Si se vive como un año de ejecución real, el poder se consolida. No hay atajos.

Por eso 2026 no es un año de transición. Es un año bisagra.

No solo entre un ciclo económico y otro, sino entre un modelo de poder que busca consolidarse y un país que necesita funcionar.

Las predicciones sirven para una cosa: para dejar de fingir sorpresa.

México no va rumbo a 2027 a ciegas. Va con decisiones tomadas —o evitadas en 2026.

México entra a ese año con ventajas reales: geografía, mercado, manufactura y talento.

Y con graves desventajas corrosivas: violencia criminal, protección política al crimen organizado y fragilidad institucional.

El año bisagra no es el que te regala oportunidades.

Es el que te cobra por desperdiciarlas.

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