Omar García Harfuch duerme en su oficina. No es una anécdota. Es un mensaje de poder.
Después de sobrevivir a un brutal atentado en 2020, convirtió su escritorio en refugio y trinchera. Hoy, como secretario federal de Seguridad, sigue pasando noches ahí, con un soldado armado afuera de la puerta. La escena dice mucho más que cualquier discurso: el Estado se juega su autoridad en una sola persona.
Un perfil reciente del New York Times lo presenta como el rostro de la ofensiva más agresiva del gobierno mexicano contra los cárteles en más de una década. No es gratuito. Harfuch concentra mando, agenda y confianza presidencial como muy pocos antes que él. En los hechos, opera como un zar civil de la seguridad, algo inédito en un país donde ese espacio solía repartirse —o diluirse— entre fuerzas armadas, fiscalías y gobiernos estatales.
Los números respaldan la narrativa oficial. En poco más de un año, las detenciones por delitos violentos, el decomiso de armas y la destrucción de laboratorios clandestinos se multiplicaron frente al sexenio anterior. El péndulo se movió del absurdo y ridículo “abrazos, no balazos” a operaciones, despliegue y golpes quirúrgicos.
Washington lo celebró. Con Harfuch como interlocutor directo, el intercambio de inteligencia con Estados Unidos creció y mientras haya resultados, la soberanía se respeta. Así funciona hoy la relación bilateral: la legitimidad se mide en desempeño, no en declaraciones.
Pero el problema nunca fue solo el arranque.
Porque al mismo tiempo que bajan los homicidios, aumentan las desapariciones. Y mientras el gobierno presume cifras, la percepción de inseguridad aumenta. Más del 60% de los mexicanos dice sentirse inseguro. La violencia cotidiana no se vive en promedios nacionales; se vive en el cobro de piso, en el transporte público, en el comercio local, en el miedo normalizado.
Ahí aparece la grieta.
El propio texto que enmarca a Harfuch como figura central introduce la advertencia: los cárteles mexicanos son demasiado poderosos, demasiado ricos, demasiado armados y profundamente incrustados en el sistema político. No son solo organizaciones criminales; son estructuras paralelas de poder, con control territorial, capacidad financiera y redes de protección institucional.
Por eso el dilema no es táctico, es estructural.
Debilitar a un cártel fortalece a otro. Golpear a Sinaloa abre espacio al CJNG y viceversa. Cada captura relevante reacomoda el tablero. La violencia no desaparece: se desplaza, se fragmenta, se oculta. Cuando el homicidio baja y la desaparición sube, el Estado gana estadística, pero pierde claridad.
La estrategia actual tiene virtudes claras: coordinación real, inteligencia aplicada, liderazgo político. No es la simulación de mesas interminables ni la “coordinación de papel” de otros gobiernos. Es mando vertical, decisiones rápidas y respaldo pleno de Claudia Sheinbaum.
Pero también tiene un riesgo evidente: depender de una sola figura.
Harfuch funciona como garantía interna y externa. Ordena el sistema, tranquiliza a Washington y proyecta control. Pero ningún país puede descansar su seguridad en la resistencia física, el temple y la agenda de un solo hombre. Cuando la seguridad se personaliza, la institución se debilita.
La pregunta incómoda no es si Harfuch es el mejor secretario posible. Personalmente, creo que lo es.
La pregunta real es otra: si con el mejor secretario el crimen organizado sigue rebasando capacidades, ¿qué dice eso del Estado mexicano?
Porque un hombre fuerte puede comprar tiempo. Pero solo instituciones fuertes pueden cambiar la historia.
Y eso no se mide solo en homicidios que bajan, sino en miedo que se va.
Ese sigue siendo el indicador que no aparece en las gráficas.
POSTDATA.– Mientras se presume mano dura contra los cárteles, la presidenta del Sistema Nacional Anticorrupción acaba de denunciar al titular de la Auditoría Superior de la Federación por incumplir sus funciones. La ironía es brutal: sin combatir la corrupción dentro del Estado, la violencia criminal nunca se va a acabar.

