Cuando el Estado no puede controlar la violencia real, decide combatirla donde no duele: en el juego, el símbolo y el consumo cultural.

En la Ciudad de México, la diputada Rebeca Peralta, del Partido Verde, presentó una iniciativa para prohibir la venta de pistolas de juguete y otros juguetes considerados “bélicos”. En varias notas periodísticas, el alcance es todavía más revelador: pistolas de agua incluidas. No réplicas realistas. No objetos usados para delinquir. Es decir, “armas” de diseños futurísticos y colores chillones que arrojan agua de la llave.

Al mismo tiempo, a nivel federal, se discute —y en algunos casos ya se ha anunciado— un impuesto adicional cercano al 8% a los videojuegos catalogados como violentos, bajo la lógica de que su consumo contribuye a conductas agresivas. Jugar también es sospechoso. Consumir ficción, también.

El patrón es claro.

Cuando el poder no puede con el crimen organizado, con las armas reales, con la impunidad o con la violencia cotidiana, opta por regular lo simbólico. Prohibir juguetes. Gravar videojuegos. Administrar la apariencia del problema para no enfrentar el fondo.

Pensar que una pistola de agua incita a la violencia no es una postura ideológica: es una desconexión profunda con la realidad. La violencia no se aprende en un jardín ni en una “guerra de globos”. Se aprende en contextos rotos, en hogares violentos, en calles dominadas por criminales, en un país donde delinquir es un gran negocio y casi nunca tiene consecuencias.

Pero eso no cabe en una iniciativa “amigable”.

La propuesta de la diputada no va —ni de cerca— a reducir homicidios, no va a frenar extorsiones, no va a impedir el reclutamiento de menores por el crimen organizado. El impuesto a los videojuegos violentos tampoco va a pacificar colonias ni a desarmar cárteles. Ambas medidas producen lo mismo: una ilusión de control.

Es política performativa. Mucho gesto, cero impacto.

El mensaje implícito es preocupante: el problema no es la violencia estructural que el Estado no puede controlar, sino cómo juegan los niños y qué consumen los jóvenes. No son las armas que circulan sin control, sino los objetos que las representan. No es la impunidad, es el joystick.

Así se desplaza la responsabilidad.

Además, estas medidas tienen un efecto perverso: convierten la cultura, el juego y la ficción en chivos expiatorios. Se castiga el síntoma imaginario porque enfrentar las causas reales exige costo político, presupuesto y confrontación.

Controlar armas reales cuesta. Castigar violentos cuesta. Proteger efectivamente a la infancia cuesta. Prohibir juguetes y subir impuestos, no.

Hay también un precedente peligroso. Cuando el Estado empieza a regular símbolos en lugar de conductas, el terreno se vuelve resbaloso. Hoy son pistolas de agua. Mañana videojuegos. Luego, libros. Luego, palabras. Todo puede ser considerado “incitador” si el criterio es tan elástico como conveniente.

La paz no se construye prohibiendo recipientes plásticos de colores brillantes que arrojan agua, ni gravando ficción. Se construye con instituciones que funcionan, con justicia que llega, con presencia real del Estado donde hoy solo hay miedo. Todo lo demás es maquillaje legislativo.

Si estas iniciativas prosperan, no serán un triunfo de la cultura de paz. Serán la confirmación de algo más inquietante: que, frente a la violencia real, el Estado prefiere regular fantasías antes que ensuciarse las manos enfrentando el problema de fondo.

Y eso, más que cualquier juguete o videojuego, debería preocuparnos.

POSTDATA – Mis mejores deseos para esta Nochebuena y que mañana el recalentado navideño sea acompañado con sus seres más queridos. Un abrazo fraterno.

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