En el México de ayer , el México campesino, las condiciones de vida que prevalecían hace poco más de un siglo para la mayoría de los mexicanos eran deplorables, oprobiosas e inequitativas. Esa mayoría que vivía en el campo estaba nutrida en gran medida de indígenas y mestizos cuyos padres, abuelos y ancestros más remotos fueron despojados del dominio de sus propias tierras, de la posibilidad de gozar de sus frutos y, en consecuencia, de su dignidad. Se favorecía la concentración de grandes extensiones de tierras en las pocas manos de una élite privilegiada . Eso propició el desarrollo de un sistema injusto de explotación y semiesclavitud. La inexorable miseria de la mayoría de los mexicanos era una condición básica para lograr la riqueza de pocos.

Después de la Revolución , de la nueva Constitución que se promulgó en consecuencia y de un amplio reparto de tierras, en el México de hoy, el México urbano, el problema antes descrito persiste bajo una nueva faceta.

Tras un intenso periodo de industrialización , las ciudades atrajeron migraciones masivas desde el campo. Este fenómeno aún continúa; se acentuó más desde que se reformó la Constitución en 1992 para poder privatizar la propiedad agraria . Las ciudades crecieron de manera incontrolada, sin una planeación adecuada . La corrupción favoreció desarrollos inmobiliarios y asentamientos irregulares, de los cuales muchos son ahora periferias en las grandes zonas metropolitanas . Esto generó una creciente demanda de traslados periferia-centro para lo que ahora son millones de personas que se ven en la necesidad de ir en busca de oportunidades laborales en las zonas privilegiadas de las ciudades.

Por otro lado, la visión de los gobiernos de apostar todo por masificar el automóvil fue el principio del sistema urbano de exclusión y desigualdad en que ahora vivimos. Si el campo hace un siglo estaba en pocas manos, hoy ocurre la misma situación con la ciudad. La mayor parte del espacio público es ocupada por quienes usan un automóvil y, a pesar de parecer mucha gente, apenas alcanza el 20% de la población en promedio. La obra pública vehicular es el rubro en el que los gobiernos gastan la mayoría de los recursos públicos para movilidad.

La consecuencia de invertir la mayoría de los recursos para una minoría es una desigualdad que niega una buena calidad de vida a la mayor parte de la población. Los traslados en el transporte público son por lo general insufribles, peligrosos e ineficientes. Masas de miles de personas buscan llegar a su destino en condiciones humillantes.

Esto ha generado una fuerte segregación clasista que ha hecho una clara distinción entre ciudadanos de primera y de segunda . Por si fuera poco, ese latifundio moderno, el del automóvil , ha propiciado una crisis de contaminación del aire que ocasiona la muerte de alrededor de 20 mil personas cada año en México y contribuye en gran medida a generar el calentamiento del planeta, que se ha convertido en una de las crisis más severas que enfrenta la humanidad.

Ante esa situación, es imposible ignorar que la revolución que hoy necesitamos es la de esas masas movilizándose para cambiar el modelo de ciudad; una revolución urbana que transforme por completo la forma en que nos movemos y usamos el espacio público para generar más equidad y bienestar.

No necesitamos gasolinas baratas. Necesitamos invertir en un transporte público digno, seguro, sustentable , que haga que mucha gente deje su auto. Hoy está de moda decir que nuestras decisiones personales influyen para cuidar el planeta, pero ¿cómo se puede hablar de decidir cuando no se tienen opciones o alternativas? Generemos entonces consciencia y exijamos a nuestros gobiernos un cambio que vaya más allá de medidas insuficientes.

Invitamos a leer el Manifiesto de la Revolución Urbana , disponible en: https://www.greenpeace.org/mexico/publicacion/3462/manifiesto-de-la-revolucion-urbana-2/

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