En la pintura, en esos trazos que detienen el tiempo, se logran reconocer escenas de la vida que nos hacen reflexionar más allá de la música o la poesía. La pintura tiene el poder de ser imagen y por lo tanto estocada directa a los sentidos. Masacre de los inocentes de León Cogniet, es una obra majestuosa que muestra el amor de una madre en su máxima expresión. La madre se oculta bajo unas escaleras al tiempo que abraza a su pequeño, ella teme ser descubierta por los bárbaros, teme sobre todo por la vida de su hijo. La obra muestra en sus trazos el amor de la madre, la pasión absoluta de la mujer por el hijo, de la mujer por la vida.

A mí me educaron las mujeres, las más importantes de mi vida. Me educaron con sus caricias y sus voces fuertes, me educaron con la mirada de soslayo que todo lo dictaba, con esas palabras de amor que eran riego a mis raíces. Tuve esa fortuna y quien no haya tenido esa oportunidad de vida debería mirar hacia adentro, y rescatar las enseñanzas, por mínimas que fueran, de la educación materna, a mi parecer no existe otra forma de ser educados. Sobre todo vale la pena rescatar el calor de las caricias de la madre, llama eterna que siempre cobija.

Fue hace relativamente poco que tuve conciencia de esto, de la formación materna. Evangelina Bobadilla Razin, Victoria González Hernández, Octavia Quiñonez González y Doña Consuelo Fernández Bobadilla fueron las responsables de mi formación, las orfebres de mis pasos, de la vida que hoy he hecho mía.

Caso curioso si lo pienso, y acentúo la reflexión, ninguna de las damas mencionadas lleva mis apellidos y, sin embargo, tengo el altísimo honor de que corra en mis venas la sangre de las cuatro. Para mí es un milagro y un delirio: corre por mi cuerpo el “ser” de la madre y la abuela de mi madre, la madre y la abuela de mi padre.

Con esta entrega trataré de cerrar el círculo de la integración del concepto feminista que en lo personal me nutrió y que no pretendo sea ley para nadie, ni medida de discusión abierta, pues no surge de la confrontación sino de una tarea propia de aclararme una parte de la realidad.

Tuve el increíble privilegio de vivir y convivir con cada una de ellas, de que me besaran -literalmente- en la boca, a la antigua usanza, de la manera más pura e inocente, de compartir sus silencios más enriquecedores. El primer recuerdo que tengo de mi infancia, de mi presencia en esta tierra (les pediría, estimados lectores, que hicieran el esfuerzo por recodarse a sí mismos), fue regodeando mi presencia en el clóset de mi abuela, de mi Granma Consuelo, con menos de dos años. En ese momento me di cuenta de que existía. ¿Ustedes recuerdan ese primer instante? Para mí fue ese momento.

Soy el feliz nieto de las dos abuelas y el orgulloso bisnieto de mis bisabuelas añejas y distantes, al mismo tiempo tan sentidas como en las letras de los clásicos, tan cercanas como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y José Saramago. Doña Consuelo, mi abuela, de presencia exultante, fue parte de mi vida de forma recurrente. Nadie, aunque hoy todos desearían decirlo, fue receptor de tanto amor y ternura, de tanta intimidad como la tuvo ella conmigo. Su gran amor.

Ni siquiera es cuestionable. Su casa, su recámara y cada uno de los espacios de su hogar fueron mis pequeños reinos, espacios inagotables nutridos por mi imaginación, a los que tuve acceso de manera orgánica y directa. De forma exclusiva. Nadie se atrevió a competir por esas comarcas de la abuela y el nieto, no fue necesario. Aquellas avenidas entre muebles y retratos fueron parte de mi trono compartido con la señora de la casa de la colonia Cacho, que disfrutamos juntos.

Doña Consuelo era, por sobre todas las cosas, una mujer luminosa y grandilocuente. Cuenta mi padre que dondequiera que ella estuviera, así fuera el salón de fiestas, la pista de baile o la alberca (ella me enseñó a nadar en el Hotel Rosarito a los 4 años), en el mercado, el restaurante, o donde estuviera, resaltaba por su personalidad y simpatía.

Nunca fue una mujer sencilla -ninguno de esa estirpe lo somos-. Humildad y discreción no fue lo que heredé de ella. Obviamente fui su favorito, el nieto de la sangre y la carne de su hija mayor, qué osadía. Mi Granma nació en San Luis Potosí y murió entre los brazos de mi madre, mi padre y los míos, en el mes de diciembre, después de navidad, de un año del que no quiero acordarme.

Soy la mitad de lo que soy gracias a ella. A esa esencia, seguridad y tanta gallardía. Clase que he extraído de los Fernández y los Bobadilla, de los Álvarez y los Razin, de los González y los Hernández, de los Mora y los Quiñónez. Debo decirlo, sin pena, sencillez y humildad no me enseñaron, y son esos rasgos afortunados para mí los que canalizo en tanta entrega y dignidad hacia cada nuevo proyecto de vida que emprendo.

Doña Consuelo Fernández Bobadilla de Álvarez es la quintaesencia de lo que sus descendientes representamos. La mágica realidad de su linaje sigue presente en el universo de los incontables nietos, bisnietos y tataranietos que hoy seguimos rezando y existiendo por ella. De ella el amor eterno fue don Ramón Álvarez Flores, de ambos se extienden las vidas de: Ramón, Consuelo (mi amada madre), Víctor, Guillermo y Gloria, que hoy representan juntos ese liderazgo de educación del que nos toca tomar la estafeta y trasladarla con orden a cada uno de los descendientes de la gran familia.

Cuenta la leyenda familiar que mi Granma Consuelo conoció a mi Grandpa Ramón en uno de los viajes familiares que hacían, de cuando en cuando, a principios del siglo pasado hacia la frontera desde su natal San Luis Potosí hasta Ciudad Juárez, de donde era oriundo mi abuelo. Ahí se enamoraron y se casaron en la tierra de ella en 1933, con apenas 16 años cumplidos, y de ahí partieron a su nuevo destino hacia nuestra bendita tierra Tijuana.

La abuela y el abuelo fincaron entonces las raíces de una sólida familia de añejo abolengo, en el más grande espacio de oportunidad que jamás existirá en el mundo, donde inicia la patria, pero también Latinoamérica. En la famosa calle Ensenada de la añorada colonia Cacho estuvo su mansión, donde mandaba como una reina. Ahí crecimos todos, ahí aprendimos a ser felices, gracias a su alegría contagiosa y permanente. Doña Consuelo Fernández Bobadilla de Álvarez, abuela amada, mi Granma jamás te olvidaré, hasta el cielo te mando todo mi infinito amor por ti.

Hasta siempre, buen fin.

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