La Ciudad de Dios, escrita por San Agustín en el siglo V, es una obra resultado de las circunstancias que se convirtió en una proyección en el tiempo y el espacio que abrió a la humanidad un plan inspirador para la edad media ante el inminente fin de la antigüedad provocado por un cristianismo naciente y presagiado por el saqueo de Roma en 410 por Alarico el Godo.

La Ciudad Eterna -que fue demasiado mortal- fue incendiada ante la mirada atónita, impávida y aterrorizada de sus pobladores y la lejana e inefectiva protección del emperador que había instalado su corte en Ravena (hoy Venecia). Los patricios huyeron al sur, a la ciudad de Hipona en África, en donde San Agustín era obispo e inició la escritura de la Ciudad de Dios como una reacción a la acusación de los paganos consistente en que la creencia en un Dios único y la prohibición de los sacrificios públicos a los dioses de Roma eran las causas de su caída en manos de los bárbaros.

En una evidente confrontación de dos visiones de pensamiento antiguo, basadas en que el destino era la explicación de las calamidades que sufría la humanidad, y bajo una lucha cismática doctrinaria del cristianismo protagonizada por el arrianismo (actualmente recuperado por los Testigos de Jehová) que desconocía el dogma de la santísima trinidad, San Agustín hace una explicación y defensa de la historia cristiana de carácter universal, que supera las fronteras establecidas por la fuerza de los poderosos, que son la manifestación de la ciudad terrenal.

La unidad fundamental, en el pensamiento agustiniano, deriva de la Providencia divina no de la ambición de gozar bienes materiales que es propio del celo de los romanos que los convirtió en un imperio, pero que en esencia no se distingue de una banda de ladrones, salvo cuando procura el orden colectivo en beneficio de un interés general compartido.

El poder terrenal corrupto es el imperio de los malvados y la perdición de la sociedad asediada por demonios desventurados y rebeldes que la someten por soberbia y la fuerza de las pasiones sin ningún sentimiento de pudor. Esta idea agustiniana está profundamente arraigada en el pensamiento antiguo, sin embargo, origina la justificación y legitimación de las dos autoridades universales en el occidente europeo medieval que dominarán la escena política hasta el advenimiento del Estado Nación en el siglo XV.

San Agustín anticipó el fin de una era con sus escritos. El imperio romano cayó en 476 D.C. con la deposición de Rómulo Augusto y abrió la alta edad media caracterizada por la pulverización del poder político en los señores feudales en Europa y el debilitamiento de los poderes reales y el surgimiento de los dos órdenes universales: la Iglesia y el Imperio Romano Germánico, cuya autoridad era simbólica. Las dos ciudades descritas en la obra agustiniana.

¿En los comienzos del siglo XXI estamos en el fin de una era? La gobernabilidad lograda por el Estado Nación ha sido cuestionada profundamente desde la conclusión de la segunda guerra mundial y la globalización ha debilitado profundamente sus estructuras y sus instituciones pretenden reconcentrar el poder en instancias burocráticas, apoyadas por los populismos nacionalistas excluyentes, con tintes de izquierda o derecha, sin éxito aparente en la medida que las fuerzas trasnacionales legítimas o delictivas hacen evidente su control e influencia en el mundo.

En este contexto, ¿hay una idea que “presagie” el futuro? ¿Hay un modelo de organización de la humanidad viable que preserve el bienestar colectivo alcanzado, supere las desigualdades sociales crecientes y garantice un mayor desarrollo sostenible e incluyente? El cierre de fronteras y la negación de los derechos políticos a quienes forman parte de los enormes flujos migratorios hacia las regiones más ricas del mundo es una vía equivocada. Alarico saqueó Roma en 410 D.C. y desestabilizó al imperio porque no era líder de un ejército profesional, sino de un inmenso número de personas que habían dejado sus lugares de origen por hambre en búsqueda del “sueño romano”.

Por ejemplo, no hay duda de que hoy los estudios demográficos son parte esencial de las reflexiones sobre la seguridad nacional y la gobernabilidad del orbe en miras a lograr mejores condiciones de vida para la humanidad en su conjunto.

Quienes se aferran a regresar al pasado autoritario como la solución de los problemas sociales y políticos se parecen a los romanos paganos del siglo V que consideraban que la causa de la decadencia del Imperio era la nueva forma de concebir a la persona humana como un ser con dignidad e igualdad entre sí. La promoción y protección de los derechos humanos, la ciudadanía postnacional, el desarrollo tecnológico que convierte a la tierra en una aldea, las exigencias democráticas, el pluralismo, la tolerancia religiosa, las políticas públicas de inclusión y género, entre otras ideas políticas son fundamentales en el “presagio” del futuro.

Investigador del Instituto Mexicano de Estudios
Estratégicos de Seguridad y Defensa Nacionales
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