La Cámara de Diputados aprobó la reforma a la Ley de la Industria Eléctrica y envió la minuta a los senadores para discusión y, en su caso, aprobación, donde la coalición en pro del gobierno autollamado de la 4T tiene mayoría suficiente con 70 integrantes a pesar de que uno de sus integrantes, el Partido Verde Ecologista de México, anunció su voto en contra por los efectos negativos contra la protección del medio ambiente y las políticas públicas internacionales para prevenir el cambio climático.

El debate ideológico en materia eléctrica en los últimos años se ha polarizado en dos extremos. Los defensores de la apertura a la participación del capital privado en la generación de energía basan sus argumentos en la ineficiencia el sector público y los altos costos en los que incurre en el ejercicio de inversión directa en actividades económicas y sus detractores alegan que los particulares que gestionan lo público sólo tienen intereses egoístas y que el recurso que reciben como pago a sus servicios o inversiones es producto de la corrupción, el amiguismo o los privilegios indebidos.

La visión antiestatal irreductible confía en que el mercado se regula sin la intervención de ninguna autoridad y que éste es la forma más eficiente de asignar los recursos, con lo que los gobiernos deben reducirse al máximo por ser males necesarios que sólo son tolerables para las cuestiones mínimas de seguridad, justicia y garantía de los derechos fundamentales.

Este tipo de pensamiento, que se identifica con el neoliberalismo de Hayek, Rawls y Nozick y que tuvo su expresión política más acabada con Thatcher, Reagan y Pinochet, rechaza el salario mínimo, la seguridad social como derecho, la sindicalización y cualquier intervención del Estado en actividades comerciales y productivas. Asimismo, condena la educación pública, las estrategias de atención de necesidades sociales con base en sistemas nacionales organizados centralizadamente y la regulación del mercado y sobre estima a los intereses individuales como único motor de la acción colectiva.

La visión estatista a ultranza otorga a los poderes ejecutivos poderes muy amplios, apoyados por partidos políticos altamente ideologizados, para llevar a cabo en forma unilateral la asignación de los recursos económicos, con lo que el mercado -la propiedad privada- debe desaparecer o someterse a fuertes controles políticos y toda la vida social, política y económica es regulada por estructuras burocráticas verticales leales al líder.

Este tipo de pensamiento lo comparte el comunismo y el fascismo o nacionalsocialismo. Se expandió en América Latina en forma de estado autoritario populista desde la década de los treinta hasta su fracaso en los setenta y pregona que la persona debe someterse en todo momento al interés público dictado desde el gobierno, condena lo extranjero, las formas de pensamiento disidentes y la actividad empresarial en la prestación de servicios públicos o la explotación y exploración de bienes públicos.

El modelo político-económico mexicano, a partir de los años ochenta del siglo pasado, fue una propuesta entre ambas visiones, con base en la rectoría del Estado, el reconocimiento de la legitimidad de existencia y colaboración de los sectores público, privado y social, la planeación democrática, así como la apertura paulatina de las áreas estratégicas y prioritarias a la gestión privada, el impulso de las asociaciones público privadas y la expansión del gasto social que pretende hacer efectivos los derechos económicos, sociales y culturales.

Durante casi cuarenta años, el esfuerzo de desmontaje del autoritarismo político tuvo como uno de sus ejes la eliminación de los monopolios estatales y el fortalecimiento de un modelo híbrido, público-privado, de gestión que ha pretendido crear una competencia supervisada por los órganos del Estado, ya sean gubernamentales o no gubernamentales, como son los órganos constitucionales autónomos con el propósito de que los ciudadanos recibieran más y mejores bienes y servicios públicos al precio más bajo posible.

Este rechazo reiterado del neoliberalismo thatcheriano y del estatismo autoritario que se expresó en las reformas constitucionales de los últimos treinta años es una vía que ha favorecido a la superación gradual de algunos rezagos sociales, pero no ha sido suficiente. Además, los modelos de participación público-privado, la supervisión autónoma de servicios públicos y la auto regulación de los gestores privados de lo público fueron desprestigiados por la corrupción. Esto último fue aprovechado por los defensores del estatismo.

El dilema actual de la contrarreforma energética se sintetiza en dos posiciones: continuar por la ruta del equilibrio entre las dos visiones extremas, corregir las desviaciones y sancionar a los corruptos o regresar al régimen autoritario populista sustentado en el monopolio estatal sobre el sector energético. Eso es lo que está en el fondo del debate de la contrarreforma energética, que incluye a la electricidad y los hidrocarburos.

Socio director de Sideris, Consultoría Legal
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