Por fin, gracias a una súbita alineación de los astros y los buenos oficios de Jesús Seade como nuestro negociador en jefe, han culminado las últimas modificaciones al nuevo tratado comercial entre México, Estados Unidos y Canadá. Este acuerdo es ya conocido en el país como T-MEC, a sugerencia del propio Seade, aunque algunos también lo llaman TLCAN 2.0. Por otro lado, en Estados Unidos y Canadá lo conocen como el United States-Mexico-Canada Agreement (USMCA), en contraposición con el anterior North American Free Trade Agreement (NAFTA). Obsérvese, por cierto, el orden de los países en la denominación del nuevo acuerdo en inglés, un orden que hubiera sido impensable cuando se firmó el TLCAN original hace un cuarto de siglo.

Ni duda cabe que el nuevo tratado nos va a ayudar para navegar mejor en la tempestad económica mundial que podría desatarse, creo yo y espero equivocarme, entrada la nueva década. Y también nos puede ayudar en el corto plazo, al dar una mayor certidumbre a los inversionistas tanto nacionales como extranjeros, quienes ya requerían de una señal clara por parte de la nueva administración para volver a invertir de manera significativa en el país.

Ahora bien, algo en lo que no se ha reparado a raíz de esa noticia es que el actual gobierno, tan “antineoliberal” de dientes para afuera, está paradójicamente festejando una política que es de suyo la mayor política neoliberal que un país puede adoptar. ¡Cómo ha cambiado la postura comercial de México en los últimos treinta años! Hasta principios de la década de los ochenta el país rechazaba su incorporación al libre comercio mundial, a tal grado que no es hasta el año de 1985 cuando México se unió finalmente al entonces Acuerdo General sobre Tarifas y Aranceles (GATT, por su nombre en inglés). La estrategia de sustitución de importaciones, que por varias décadas había orientado a la economía nacional, llegó en ese año, para bien, a su fin.

Y, de manera aún más sorprendente a lo acontecido en los ochenta, a principios de los noventa el país se lanzó inclusive a aguas más profundas y comenzó a negociar un acuerdo de libre comercio con Estados Unidos y Canadá. Éste, como sabemos, entró en vigor en 1994, el cual fue un año aciago para México tanto por razones políticas como económicas, las cuales nada tuvieron que ver por cierto con el acuerdo mismo. No obstante, los frutos del TLCAN pronto pudieron cosecharse. Las exportaciones de México a Estados Unidos comenzaron a ganar mercado aceleradamente en la segunda mitad de los noventa, esto si se las comparaba con las exportaciones a Estados Unidos hechas por países con una señalada vocación exportadora, como Canadá y Japón.

De no haber sido por la incorporación de China a la Organización Mundial de Comercio a fines de 2001, quizás otro gallo nos estaría cantando ahora. Pero el gran rival llegó para quedarse, y paró en seco el crecimiento de las exportaciones mexicanas al país vecino. Aunque la participación mexicana en el mercado estadounidense no ha caído de manera permanente desde 2002, tampoco ha crecido. La esperanza que ahora tiene este gobierno “antineoliberal” es, paradójicamente, insisto, que el nuevo empuje a la liberalización comercial que se da a través del T-MEC, junto con las oportunidades que nacen por las continuas disputas comerciales sino-estadounidenses, permita una mayor participación de mercado de las exportaciones mexicanas.

Pero hay una segunda paradoja. Entre las mayores diferencias que existen entre el T-MEC y el TLCAN se encuentran las condiciones impuestas a México para garantizar una verdadera democracia sindical. Los gobiernos nacionales, independientemente de su ideología, siempre han dependido del corporativismo tanto sindical como empresarial. Esta vuelta de tuerca pedida por parte del gobierno estadounidense, a petición a su vez de sus representantes sindicales, probablemente nunca hubiera sido hecha por México de motu proprio.

Profesor del Tecnológico de Monterrey

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