Los resultados de la revocación son una larga lista de “AMLO no pudo”. No pudo llegar ni a la mitad de votos que tuvo en 2018. No pudo superar su votación de 2021. No pudo alcanzar el 40% de la lista nominal para que la consulta fuera “vinculante”. No pudo ni siquiera sacar a votar a los 21 millones de beneficiarios de programas sociales. No pudo, aun sin competencia, empatar la votación que obtuvieron sus opositores el año pasado en la elección intermedia. No pudo mejorar su votación en la Ciudad de México, su bastión. No pudo extender a los estados del norte la penetración que tiene en los del sur. No pudo convencer a más del 80% de la gente para que participara. No pudo convencer a más de 70 millones de mexicanos de que jugaran a su revocación. No pudo ni siquiera superar la votación que tuvo Peña Nieto en el 2012: el presidente que se autonombra el más popular del mundo, no pudo ni empatar al menos popular que ha tenido México.

En la consulta del domingo, López Obrador obtuvo más del 90% de los votos. Si quiere engañarse, que se despierte todas las mañanas y al mirarse al espejo, se diga que el 90% de los mexicanos lo apoya. Y que logró motivar a que 15 millones —“¡muchísimos!”— salieran a las calles a refrendarle su confianza, a pesar de que el mundo entero conspiró contra la participación ciudadana.

En un país de 90 millones de electores, en una contienda sin competidor, usando todo el aparato del Estado, echando mano de secretarios del gabinete y gobernadores, de presupuestos y programas sociales, López Obrador logró mover a 15 millones de personas. La cifra muestra que ya no hay pueblo bueno, lo que hay es operación electoral. Que una cosa son las encuestas de popularidad y otra cosa son las urnas. Que una cosa es tener 60% de popularidad y otra es que ese 60% esté dispuesto a acompañar al presidente en cualquier viaje.

En estos días, hemos tenido ejemplos muy claros de que ser popular no quiere decir ser bueno:

Tras su despiadada invasión a Ucrania, la popularidad del presidente Putin entre los rusos subió de 70 a 81%. Viktor Orban, el populista de derecha que gobierna Hungría, acaba de arrasar en su reelección: tuvo el 53% de los votos. Construyó su campaña sobre una propuesta: no apoyar a Ucrania. En cambio, Emmanuel Macron, el presidente francés que ha luchado por la paz, pasó aceite el domingo para obtener 27%, por lo que tendrá que irse a una segunda vuelta.

Y en la historia hay claros ejemplos de que altos porcentajes de votación no significan gobiernos democráticos:

El dictador nicaragüense, Daniel Ortega, ganó el año pasado las elecciones presidenciales con el 76% de los votos. El venezolano Nicolás Maduro triunfó en 2018 con el 68%. Kim Jong-un es más ambicioso: lo votaron el 100% de los representantes norcoreanos.

Ojalá López Obrador, al verse en el espejo, no se engañe. Que se acuerde que sus opositores tuvieron 22 millones de votos en el 2021 y que es su deber gobernar para 120 millones de mexicanos, no sólo para sus 15. Le iría mejor con eso mente.

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