Una tarde de julio platiqué con mi querido amigo Benjamín ‘Mincho’ Cuéllar, abogado y politólogo salvadoreño. En la cocina de un departamento en Mixcoac, en el sur de la capital mexicana, compartimos pesares y esperanzas acerca de nuestros países y de nuestra gente.

En la pequeña sala contigua, su hija y un puñado de jóvenes hablaban entusiastamente de la bulliciosa escena artística, cultural y cinematográfica mexicana.

Nosotros repasamos cuatro décadas de amistad. Benjamín fue secretario ejecutivo (1984-1991) del Centro Fray Francisco de Vitoria en el entonces DF. En cada reencuentro la alegría es mayor por saber que cada uno continúa neceando con su trabajo.  Muy pronto la conversación recala en lo que significa monseñor Oscar Arnulfo Romero para nuestra región y para América Latina.

Benjamín me hace ver que el 24 de marzo de 2020 se cumplirán 40 años del martirio de San Romero de América.  Nos vuelve a maravillar el testimonio de vida de quien transitó de ser el preferido de la oligarquía, a convertirse en voz de los sin voz.    Sin moverse de su banquillo, Mincho me dice: “uno tiene que hacer todo lo que pueda para cambiar las cosas en la dirección que uno cree que es la correcta”.

Mincho debió estar a cargo de las efemérides en su escuela, porque con el fluir de la conversación evoca otra fecha clave: el 16 de noviembre de este año es el 30 aniversario de la masacre en que fueron asesinados seis jesuitas, una trabajadora y su hija estudiante, en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas.  Tres décadas después, están acusados una veintena de militares salvadoreños, pero la justicia sigue siendo una asignatura pendiente.  Benjamín denuncia que persiste la impunidad en sus cuatro dimensiones: la penal, la moral, la histórica y la política.

Luego pasamos revista a la política, evocando cómo tanto en El Salvador como en México vivimos la alternancia de gobiernos: allá, entre Arena y el FMLN, y acá, entre el PRI y el PAN, en ambos casos partidos tan distintos ideológicamente y al mismo tiempo tan parecidos en las prácticas políticas.   Analizamos la muy difícil situación de los migrantes en la región y nos preguntamos hasta dónde llegará la esperanza depositada en Nayib Bukele y en AMLO.

Concluimos: triunfos y derrotas, encuentros y desencuentros, situaciones de vida y de muerte lo sacuden a uno.  El poder no te hace mejor persona, lo que te humaniza es actuar con empatía hacia quienes la pasan muy difícil en nuestro entorno. Al final de la conversación Benjamín me comparte un fragmento del Poema de amor, de Roque Dalton:

Los que se pudrieron en las cárceles

de Guatemala, México, Honduras, Nicaragua,

por hambrientos, los siempre sospechosos de todo

(“me permito remitirle al interfecto por esquinero sospechoso

y con el agravante de ser salvadoreño”),

los que nunca sabe nadie de dónde son,

los que fueron cosidos a balazos al cruzar la frontera,

los arrimados, los mendigos, los marihuaneros,

los guanacos hijos de la gran puta,

los que apenitas pudieron regresar,

los que tuvieron un poco más de suerte,

los eternos indocumentados,

los hacelotodo, los vendelotodo, los comelotodo,

los primeros en sacar el cuchillo,

los tristes más tristes del mundo, mis compatriotas, mis hermanos.

Mincho regresó a El Salvador. Quedamos en convocar a amigos comunes en la región para celebrar lo que nos une. A la vuelta de unas semanas yo visité el Castillo de Chapultepec con un grupo de jóvenes centroamericanos que estudian bachillerato en México.   Evocamos los Acuerdos de Paz entre el FMLN y el gobierno salvadoreño, firmados allí el 16 de enero de 1992. Una joven salvadoreña dijo: “Terminó la guerra entonces, pero aún tenemos que construir la paz cada día”.



Profesor asociado en el CIDE.
@ Carlos_Tampico

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