El 24 de marzo de 2020 se cumplieron cuatro décadas del asesinato del arzobispo de San Salvador, Óscar Arnulfo Romero y Galdámez, hoy San Romero de América.

La trascendencia de su legado rebasa con mucho a su grey, y sigue siendo fuente de inspiración para muchos.

Los indicios de la autoría material de este crimen de lesa humanidad apuntan al equipo de seguridad del entonces presidente salvadoreño, coronel Arturo Armando Molina, quien a su vez nutría a los escuadrones de la muerte, encabezados por el mayor en retiro Roberto d’Aubuisson, líder de la Alianza Republicana Nacionalista (Arena), de extrema derecha.

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos estableció que D’Aubuisson actuó con el apoyo de sectores financieros y elementos de la Fuerza Armada que ordenaron la ejecución extrajudicial de monseñor Romero. Todos ellos permanecieron impunes.

El Salvador estaba atravesado por la guerra fría. El 17 de febrero de 1980, monseñor Romero objetó la ayuda militar de Estados Unidos a su país en estos términos: “Ni la Junta [de Gobierno] ni los demócrata-cristianos gobiernan el país. El poder político está en manos de la Fuerza Armada. Ellos usan su poder inescrupulosamente. Sólo saben cómo reprimir al pueblo y defender los intereses de la oligarquía salvadoreña”.

Romero fue beatificado en mayo de 2015 y canonizado por el Papa Francisco en el Vaticano el 14 de octubre de 2018.

En sus inicios como prelado, Romero tenía un enfoque más bien conservador. Poco a poco la realidad y el propio pueblo salvadoreño lo fueron convirtiendo. En sus homilías defendía los derechos de los desprotegidos y denunciaba la violencia, tanto del gobierno militar como de los grupos armados de izquierda.

Tras su canonización, el periodista Carlos Dada —fundador de elfaro.net— ha alertado contra la instrumentación de Romero, para hacer de aquel arzobispo campeón de la denuncia de violaciones a los derechos humanos únicamente un santo de altar al que se le prenden veladoras. Dada señala una paradoja: “Arena ha optado por una contradicción —reconocer al mártir, pero no a sus victimarios. Sus fundadores son los asesinos”.

En 1992 se firmaron los Acuerdos de Paz entre el gobierno salvadoreño y la guerrilla del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, el FMLN. Se terminó la guerra, pero no llegó la tranquilidad.

Hoy El Salvador está convulsionado por viejas y nuevas violencias, la de finqueros y oligarcas, la de maras y pandillas, la de bandas del crimen organizado y paramilitares. En 2019 el país ocupó el primer lugar mundial en homicidios, con una tasa de 61.8 por cada cien mil habitantes. La vida cotidiana de las mayorías populares salvadoreñas es verdaderamente devastadora.

“El asesinato de monseñor Romero fue una operación de guerra, para deshacerse de la única persona que tenía la autoridad moral para llamar al diálogo. Quienes lo mataron quisieron matar la voz de la conciencia de un país entero. Quisieron matar la honestidad”, escribió Héctor Dada Hirezi, protagonista de la historia salvadoreña en los últimos 60 años y muy cercano a monseñor Romero en su momento.

Proclama Carlos Dada: Su voz no será silenciada. Sigue viva, incómoda y vigente en esta región del mundo.

“Fue un ser humano excepcional y misericordioso. Nos demostró que no se necesita ser revolucionario para cambiar el estado injusto de la condición inhumana y miserable, sólo hace falta ponerse radicalmente del lado de los pobres y los perseguidos, sólo hay que escucharles atentamente y animarles a organizarse”, afirma Roberto Cuéllar, quien trabajó muy de cerca con él en el Socorro Jurídico del Arzobispado.

San Romero de América vive.

Profesor asociado en el CIDE
@ Carlos_Tampico

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