Cercana ya, en un arco temporal, a cumplir 500 años de su fundación por Ignacio de Loyola en 1540, la Compañía de Jesús ha sido un actor fundamental en la educación alrededor del mundo.
Quizá los discípulos de Ignacio estén preparando, desde ahora, un documento como aquel intitulado “Imago primi saeculi”, que, como publicación conmemorativa por su primer centenario, editaron los jesuitas de Amberes en 1640, mismo que “expresaba de manera inequívoca el orgullo que sus autores tenían de sí mismos”, como lo apunta Markus Friedrich en su obra “Los jesuitas. Inicio, supresión, resurgimiento” (UIA, 2024).
El primer paso se dio cuando el fundador aceptó a estudiantes laicos en el colegio de Gandía (Valencia), en 1546, ciudad de la que fue cuarto duque quien, en ese mismo año, ingresó a la Compañía (de la que llegó a ser su tercer Prepósito General) tras la muerte de su esposa Leonor de Castro: Francisco de Borja. Más tarde, en 1548, se fundó el colegio de Messina (Sicilia), a la que siguieron los de Coímbra, Colonia, Ingolstadt, Padua, Palermo, Roma. A la muerte de San Ignacio, en 1556, había “35 colegios; en 1586, año de la publicación del Código Educativo, 162; y, en 1620, 300, cuando los jesuitas sumaban ya diez mil en todo el mundo” (“El Código Educativo de la Compañía de Jesús”, Ernesto Meneses, UIA, 1988).
En todos y cada uno de dichos colegios se implantó el modelo (orden y método pedagógicos) de la Universidad de París, en cuyo Colegio de Santa Bárbara, Íñigo y algunos de los fundadores habían estudiado, condensado en cinco proposiciones: “primera, instruir sólidamente a los estudiantes en los fundamentos de gramática; segunda, establecer una jerarquía en las clases, de acuerdo con la capacidad de los estudiantes: cada clase tendría un grado superior de dificultad y un maestro propio; tercera, señalar una sucesión en los estudios, desde la clase inferior de gramática, pasando por las humanidades y retórica, hasta los cursos de filosofía, matemáticas, etc., y teología, para evitar la dispersión de las lecciones…; cuarta, exigir a los alumnos la diligente asistencia a clases; quinta, hacer acompañar las lecciones con abundancia de ejercicios.” (Ibidem).
Inaugurado en 1551, el Colegio Romano —que se convertiría, en 1565, en la actual Universidad Gregoriana, gracias al apoyo del Papa Gregorio XIII— pretendió ser el ideal educativo de la Orden, para lo cual Ignacio mandó llamar al grupo más prominente de maestros, con un objetivo de largo alcance: que estos jóvenes ahí formados implantaran, más adelante, el modelo educativo en otras instituciones de la propia Compañía; de ahí su importancia en la formulación del Código Educativo o “Ratio Studiorum Societatis Jesu”: “como su claustro de profesores era de índole internacional, puede decirse que las mejores tradiciones académicas de los diferentes países influyeron en la elaboración del Código Educativo de la Orden, cuyo fundamento aparecía ya en las Constituciones escritas por San Ignacio” (Ibidem).
Estos aspectos del modelo, además del principio innovador de la educación jesuítica de la gratuidad de los estudios, nos invitan a reflexionar en qué medida las instituciones educativas actuales son herederas del espíritu y método de las medievales y renacentistas, o algunas de ellas se han convertido, más bien, en meras empresas o agentes económicos de la educación.
Maestro en Ciencias Jurídicas

