Empezó el año. Nuevos propósitos: comer solo frutas y verduras, hacer cinco horas diarias de ejercicio, subir tres veces de puesto, devenir millonario, dejar de tomar, alejarnos inmediatamente de todas las situaciones que nos hacen sentir incómodos, establecer relaciones de pura armonía y felicidad, solucionar la pobreza del mundo y, en fin, mudarnos a Amaurota sin decírselo a nadie.

Claro que podríamos elegir el pragmatismo: dejar el alcohol y la comida deliciosa (pero chatarra) para los fines de semana, ganar un poquito más, estar satisfechos con una vida de pocos placeres materiales, entender que a veces nos sentiremos incómodos, que los cambios no empiezan con el uno de nuestro patético calendario, que no hay genio con la receta para resolver todos nuestros problemas, porque incluso en el cielo las campanas no suenan a cada instante.

Sin embargo, nuestro goniómetro eneriano asegura que somos tan flexibles como para convertirnos en otra persona. Ustedes tranquilos, yo nervioso. Ya llegará febrero, volveremos a predicar el inconveniente de haber nacido, a comprar boletos del Melate (en una de esas, uno nunca sabe), a comprar pruebas para saber qué porcentaje tenemos de británicos y cuánto de franchutes (porque el racismo vestido de nacionalismo se ve menos mal), a arrepentirnos por tomar en exceso la noche anterior y a extrañar lo que nunca tuvimos. Yo, por supuesto, volveré a escribir como economista.

Podría tener propósitos ambiciosos: escribir columnas que a mis lectores les abran el mundo, les cambien la percepción de la vida. Escribir La novela del siglo, ser el nuevo Balzac. Ganar un premio nobel en un área inexistente, resolver mis finanzas para dedicarme a versificar, convertir a mis allegados a la religión de los que creen que pueden enamorarse de una vez, absoluta y definitivamente. Pero soy más modesto: mi propósito es olvidar. Maticemos: sí, la idea es llegar a la ribera del Leteo y anegarme, sigilosamente, en sus dulces aguas, para que cuando ya no pueda respirar ni siquiera sea capaz de recordar que aquello es necesario.

Empero, la realidad no es tan fácil. Empezaré de a poco. Primero, como con el maestro de Estagira, olvidar intereses: que quiero escribir, leer; antes, olvidar esos libros que quiero escribir y quiero leer, olvidar los trabajos que pude tener y no tengo, los que quisiera tener y no tengo (y no tendré). Olvidar lo que no fui. No dejamos de querer ver a una persona, solo podemos olvidarla. Olvidar, ojalá, que tengo deberes: olvidar entregar esto y aquello, reunirme con cierto jefe, tomar parte en cierta junta, conseguir cierto dinero. Que mi cuerpo olvide que necesita ejercicio para estar bien, y que mi mente haga lo propio con ciertos amigos (y sustancias) que hacen sobre-vivible la existencia.

Sigo muy ambicioso. Olvidar los pequeños detalles: amarrarme las agujetas, emplear afeites, olvidar cortarme el pelo. Un día de agosto, con suerte, olvidar ponerme un calcetín, al otro (en septiembre) ir por la calle y descubrir que el pantalón se me cae por no ponerme cinturón. Así, un desprendimiento, paulatino, novelesco. Olvidar las palabras más básicas, para que en noviembre la mujer que quiero me pregunte cómo estoy y me sea imposible encontrar palabras para responderle (si he trabajado con ahínco tampoco recordaré a esa mujer). Sí, olvidar, olvidar. Olvidarlo todo. Acabar por olvidar este texto, para seguir escribiendo.

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