Es enero de dos mil trece y el mundo del deporte tiene nuevo escándalo. La leyenda del ciclismo, Lance Armstrong, confirma que consumió eritropoyetina, agente estimulador que incrementa el aguante del cuerpo en el ejercicio. Otros deportistas lo condenan, loe medios se erigen como jueces morales, los fanáticos se declaran decepcionados, y las autoridades deportivas hacen lo propio: quitarle los siete títulos del Tour de Francia.

El dopaje de Armstrong enfoca la polémica en torno a la modificación de humanos. ¿Por qué es problemático que Armstrong gane competencias ingiriendo ciertos productos? Una primera respuesta, generalmente, versa sobre la autonomía. Armstrong no ganó la competencia por méritos propios, por su esfuerzo, sino gracias a agentes externos (las sustancias prohibidas). Si hacemos la analogía con la autonomía de un territorio, diríamos que Armstrong no ganó los Tours gracias a lo que ya tenía su cuerpo (sus leyes internas), sino a algo que no le pertenece.

El argumento es falaz por dos razones. En el discurso del individualismo, aquello que le pertenece al ser humano, que merece ser reconocido como suyo, es el producto de su trabajo, es decir, de su esfuerzo. Pero el esfuerzo no resulta en lo mismo para dos personas aparentemente iguales, simplemente porque todas las personas son distintas genéticamente. Cuando nos preguntamos si es correcto diseñar genéticamente a un niño antes de nacer, la contrapartida no es un niño cuyas posibilidades son ilimitadas, sino uno cuyos límites son establecidos por el azar genético. Si Armstrong no hubiera consumido eritropoyetina, su esfuerzo (al menos en parte) estaría confinado por sus condiciones genéticas, así que también podríamos acusar a la genética de ser injusta, cosa que nos parece absurda en este caso. No elegimos si hay límites o no, sino qué determina esos límites, el azar o la decisión humana.

La vida es injusta, y no nos preocupa. Parece que el problema reside en no aceptar los límites que la naturaleza impone. Supongamos que es cierto. Entonces, cuando aparece en el cuerpo algo tan natural como el cáncer, o se propaga por el mundo algo tan natural como el covid, ¿por qué nos esforzamos tanto en eliminarlo? De ser cierto el argumento, propugnaríamos por aceptar a los patógenos estoicamente y morir porque el señor de los cielos (o la naturaleza) así lo quiso.

En el terreno de la enfermedad es muy claro, pero en los deportes no. Hay un elemento de necesidad. Frente al cáncer, si nos quedamos sentados, moriremos; al correr el Tour de Francia sin eritropoyetina lo peor que puede pasar es no entrar al podio, pero la vida sigue para aquellos que no rompen récords. Id est, atacados por la enfermedad es necesario hacer algo, pero no es necesario ganar trofeos.

Hemos avanzado, pero el argumento es débil. La aspiradora robot es innecesaria, la construimos (modificando lo dado por la naturaleza) para facilitarnos la vida, igual que un sinfín de cosas que creamos para tener más ocio, o solo para disfrutar: coches, cámaras, lavavajillas, celulares, paracaidismo, videojuegos. Nadie sufrirá una trombosis cerebral por no escuchar el último álbum de Bad Bunny, pero todos queremos ir al concierto. Hay muchas modificaciones innecesarias que no son polémicas.

No soy el primero que piensa el tema. Michael Sandel, filósofo (y profesor en Harvard) explica que, lo que vemos como un problema de pérdida de autonomía en el dopaje (y su caso extremo, la modificación genética), es en realidad exactamente lo opuesto: un problema de exceso de autonomía, o como él lo llama, de hiperagencia. El ciclista estadunidense no ganó los Tours porque una divinidad puso en su organismo las sustancias prohibidas o porque algún delincuente lo obligó a consumirlas apuntándole con pistola (pérdida de autonomía), sino porque él así lo quiso. Armstrong, en un acto de hiperautonomía, decidió traer un elemento externo para mejorarse a sí mismo. En la modificación genética no estamos frente a la pérdida de la capacidad humana para decidir, sino frente a la posibilidad de decidirlo absolutamente todo. Es el sueño del libre albedrío.

Seguimos, empero, preguntándonos qué parece no estar bien con tener facultades sobre todo. La respuesta, para Sandel, es que la modificación genética implica concebir la vida como algo completamente maleable, lo que a su vez resulta en que todos aspiremos a la perfección, lo cual es problemático, porque no todos somos perfectos. La respuesta, en consecuencia, es pensar ‘la vida como un regalo’. Al pensar la vida como algo dado aceptaremos las imperfecciones de nuestro cuerpo, y viviremos en paz sin ganar siete Tours de Francia.

Concebimos la vida como algo maleable cada vez que tomamos medicinas para combatir una enfermedad, así que esta parte del argumento de Sandel se cae al pensar en los recursos invertidos en el desarrollo de vacunas para acabar con la pandemia. Después, notemos que a Sandel no le importa destruir la aspiración a la perfección, solo consolar a los imperfectos: si naciste siendo Phelps, eres perfecto para la natación, felicidades; si naciste siendo pésimo en todo, no te preocupes, la vida es un regalo y hay que aceptarlo. De ahí la peligrosidad de este supuesto: remite a las apologías más deleznables de superioridad natural. Los que se sientan en la cima de la jerarquía social tienen todo el derecho a estar ahí, porque esa vida les fue dada, mientras que los depauperados tienen que soportar el hermoso regalo de la hambruna.

El lenguaje religioso de ‘la vida como regalo’ es idéntico al de los monarcas que solo rinden cuentas a dios, pues mandan por decreto divino. El segundo problema de ‘la vida como regalo’ es que parte de una concepción cristiana, por ende limitada. Sin embargo, en otras tradiciones (Mainländer y Cioran, por ejemplo) la vida no es un regalo, sino un castigo, o por lo menos un error, y la solidaridad sigue ocupando un lugar importante, pues si todos estamos sufriendo lo mismo, ¿no convendrá ayudarnos para sufrir un poquito menos?

El problema práctico de la modificación genética viene de la falta de igualdad de oportunidades. Igual que los mejores tratamientos médicos son inaccesibles para la mayoría de la población, la modificación genética es -al menos al principio- solo para unos pocos. California Cryobank vende por 1130 dólares una dosis de espermas de un pianista británico con doctorado. ¿Prefieres que tu hijo se parezca más a un científico canadiense que baila bien? También tienen sus espermas disponibles, por la misma cantidad. Cuando la riqueza se concentra en tan pocas manos, la distribución de oportunidades debe estar en el centro del debate sobre la modificación genética.

En cuanto a lo que nos inquieta de la modificación genética, la respuesta no es un principio ético violado, sino el conflicto que nos causa decidir entre dos axiomas opuestos. Por un lado, una visión teleológica de la humanidad, por el otro, su negación, la libertad absoluta. Según la primera, hay un fin, un destino, un orden en el mundo. De este lado está ‘la vida como regalo’, y también todos los que condenan a Armstrong. ¿Cómo osa desafiar lo que la creación le tiene preparado? Armstrong no debía ganar esos premios es otra forma de decir que no era su destino. De acuerdo con la segunda, no hay límites, el futuro no está implicado en el presente, pues el futuro no existe, y de ahí se deduce que podemos hacer de él lo que queramos, literalmente. La misión de una persona es la que esa persona inventa. De este lado están los argumentos en favor de crear un ejército de científicos listo para enfrentar la próxima pandemia. El hombre convertido en un dios, limitado por las posibilidades solamente en la medida en que su conocimiento actual es incompleto, pero, eventualmente, capaz de hacer lo que sea. ¿Estamos seguros de que somos libres? La respuesta a este conflicto aún estamos por darla.

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