Hay algo deshonroso en decir adiós. Como meter al otro en una apuesta que desde el principio supimos sin futuro.

Decir adiós es, por mutuo que quiera aparentarse, decisión unilateral. El otro puede llegar apenas una milésima de segundo después, y sigue siendo el despedido. Alguien, no él, se dio cuenta antes del final (o lo decidió), y en esa micromilésima lo dejó sumido en el abandono, en la soledad más miserable de la existencia: donde uno quiere seguir y allá, el Otro, dijo alto.

La despedida es también una despedida de nosotros mismos. Ya no puedo ver el momento que vislumbré, el sueño que tuve se extinguió, un viento inclemente se llevó el flamarazo que me movía y ahora me inquieta el titilar de las lucecitas que veo a ciertos kilómetros. Ese viento, empero, se llevó también consigo el sueño que yo alimentaba de mí mismo, y, con él, esa historia de mí. Algo nuestro se va, ineluctablemente, en el adiós.

La responsabilidad pesa, pero también duele. ¿Por qué tuvimos que ser nosotros los que se despiden? ¿Por qué no puede alguien ayudarnos con semejante paquete? Abrir camino -como bien saben los corredores y los ciclistas- cuesta el doble. Es más cómodo ir detrás de quien quita las hierbas con el machete, pisando donde ya se sabe, de antemano, que no hay trampas.

El desasosiego del adiós quema a fuego lento: ¿Y si la regamos? ¿Y si estamos ciegos? ¿Y si no era lo correcto? ¿Y si todo fuera una ilusión? ¿Y si estamos locos? ¿Y si acabamos de cometer el peor error de nuestras vidas?

Y la despedida es, a la vez, una despedida de la despedida. Un adiós del adiós. Despedirse del cosquilleo que marca constantemente el recordatorio de lo que no se ha hecho, el tic-toc de los pendientes, el aroma triste de lo que nos resistimos a ejecutar. Es despedirse de la necesidad de despedirse, la liberación de tener que cometer un acto tan luctuoso como decir adiós.

Las despedidas, claro, son de tipos varios. Despedirse no significa cortar todos los lazos de forma absoluta. Las relaciones no funcionan en la dicotomía, sino que se mueven en el continuo de Abraxas en el que todos penduleamos a diario: hoy soy capaz de cometer un acto del que me arrepiento, mañana soy el ejemplo de la munificencia total.

Así la despedida, junto con su cara libertadora, se vende en las recetas más optimistas de la psicología como un nuevo comienzo, merecedora de elogios y agradecimientos. Pero todos sabemos que aquello que fue y no será más deja una estela imborrable, cual río seco: porque alguna vez lo quisimos, y ese que quisimos ser, en algún momento, ya no tiene lugar. Hay uno de esos yoes que está muerto, y lo mismo que con cualquier ser querido en el campo santo, podremos vivir el duelo para superarlo, seguir con nuestra vida, simular a la perfección -ciertos días- que todo está bien, pero nada de lo que hagamos traerá al ser querido de vuelta a la vida, y eso lo sabemos muy bien, somos personas sensatas, prudentes, conscientes de que no volverá, pero eso es exactamente lo que quisiéramos.

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