La abundancia a veces tiene connotaciones negativas. La entendemos como tener más de lo necesario. Pero la abundancia, cuando los economistas nos referimos a ella, tiene que ver con el acceso a bienes y servicios. Pensemos en el covid: particularmente en 2020, sufrimos la escasez de cubrebocas, gel, doctores, medicinas, ventiladores y camas de hospital.

Necesitamos más crecimiento económico, es decir, más abundancia, para solucionar estos problemas. No se trata de tener más de lo necesario, sino de tener más herramientas, como sociedad, para resolver los problemas que enfrentaremos (y que, desde luego, desconocemos).

El crecimiento económico, además, no solo genera los productos finales -y servicios- que tienen un precio y se suman para obtener el PIB de una sociedad. Para seguir con el covid, pensemos en las farmacéuticas que crearon las vacunas. El precio final de la vacuna, digamos, de Pfizer, es el que se contabiliza dentro del crecimiento económico, pero ese precio no toma en cuenta, por ejemplo, la mejora en el conocimiento humano. Ahora la humanidad sabe cómo combatir un virus que antes desconocía, y logramos desarrollar una vacuna en tiempo récord.

Ahí no termina la historia: el precio final de la vacuna la hace equiparable a una lata de refresco, pero tomar una coca no tiene un efecto más allá del placer que le proporciona a quien la consume, mientras que la vacuna también beneficia a la sociedad, pues, por un lado, reduce la probabilidad de que la persona termine en el hospital, lo cual libera recursos para otros pacientes, y, por otro, cada nueva persona vacunada acerca a la sociedad a la meta de inmunidad colectiva, que nos permite a todos regresar a nuestras actividades cotidianas, lo que implica salir de la recesión económica. Es decir, el crecimiento económico es mejor de lo que creemos, porque genera beneficios extra para la sociedad que no están contemplados en nuestras mediciones.

Entre quienes piden un alto a la obsesión de los economistas con el crecimiento económico a menudo están quienes esgrimen preocupaciones acuciantes por el estado del medio ambiente. Sí, los países más desarrollados, es decir, donde hay más abundancia, contaminan. El daño a la naturaleza es innegable. (Para reducir a cero la contaminación habría que prescindir de coches, teléfonos, aviones, y un sinfín de otras herramientas que hacen mejor la vida, lo cual no es deseable, ni viable). Sin embargo, son también esos mismos países quienes lideran la carrera para enmendar esos daños, a través del desarrollo de tecnologías para usar energías limpias eficientemente.

El movimiento ambientalista tiene a la mayor parte de sus seguidores en estos países, y no es coincidencia. La mejor educación del mundo está concentrada en los países con más abundancia, y una mejor educación hace conscientes a los ciudadanos de los problemas por resolver (incluido el cambio climático). Para la mayoría de las personas en los países depauperados cambiar la forma de vida para no dañar el medio ambiente es un lujo que no pueden darse.

O pensemos en la malnutrición. Estados Unidos tiene un problema de obesidad (hoy ocupa el lugar número doce en el mundo). No es un problema menor: cerca del cuarenta por ciento de sus ciudadanos son obesos, pero Estados Unidos es también el lugar donde se originó la revolución verde en la década de los cuarenta, que trajo consigo la producción de cereales más nutritivos (como arroz y trigo) que han salvado de la hambruna a más de mil millones de personas en países en vías de desarrollo desde entonces. En Estados Unidos, tan solo, a pesar de todas las enfermedades asociadas con la obesidad, el ciudadano promedio hoy vive 30 años más que a inicios del siglo pasado. Claro que el incremento en la esperanza de vida se debe tanto a una mejor nutrición como a mejores medidas de higiene y avances médicos, pero todos esos avances han sido posibles gracias a mayores niveles de abundancia en todos los aspectos de la vida.

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