En la religión civil del capitalismo global hay un Jerusalén laico: Nueva York. Cada cierto tiempo aparece un profeta del apocalipsis urbano para anunciarnos que la ciudad “ya no es lo que era”, que Wall Street se vacía, que los ricos se han ido, que los impuestos, la regulación y la “burocracia woke” han ahuyentado el dinamismo. Esta semana el papel de profeta lo interpretó The Economist, que decretó que Nueva York está perdiendo empleos financieros porque los impuestos cada vez más altos, los poderosos sindicatos y regulaciones exageradas.

El veredicto es dramático, suena contundente, y tiene un defecto diminuto: es falso, o al menos incompleto.

Primero, el problema no es Nueva York. Ni siquiera es un problema. Es una tendencia general: las ciudades históricamente caras (Nueva York, Chicago, Washington, San Francisco) están creciendo más lento que antes, mientras que ciudades más baratas, en el famoso Sunbelt gringo, crecen más rápido. No es que Manhattan haya caído en desgracia por una maldición fiscal; es que Phoenix y Dallas se volvieron opciones razonables para gente que, antes, estaba condenada a pagar una renta mensual astronómica en un departamento minúsculo con vista a un muro de ladrillos.

Segundo, no se trata solo de finanzas. La narrativa de The Economist quiere hacernos imaginar ejecutivos con maletín huyendo de Manhattan como si se tratara de una evacuación de emergencia. Pero cuando uno mira los datos por sectores, el cuadro es más mundano: en casi todas las industrias, Nueva York está creando trabajos más despacio que antes. Eso no es el colapso de una ciudad; es el camino a un equilibrio en el que EU deja de concentrarlo todo en un puñado de metros cuadrados carísimos.

Tercero, y aquí está el corazón del malentendido: The Economist atribuye los costos altos de Nueva York a una especie de conjura política —sindicatos, litigios, burocracia, regulaciones— como si fueran una plaga moral. Pero la razón principal de que Nueva York sea cara es otra mucho menos siniestra: la ciudad es muy productiva.

Cuando juntas en poco espacio a miles de personas talentosas, empresas complejas, universidades, centros culturales, servicios avanzados, los costos suben. No porque un burócrata malvado quiera torturar a los contribuyentes, sino porque la aglomeración es valiosa. La densidad de capital humano y oportunidades hace que más gente quiera estar ahí. Eso presiona a la alta los salarios, rentas, el precio de todo. Es economía urbana básica, no una novela conspiratoria.

Durante décadas, esa ecuación fue clara: los beneficios de estar en Nueva York superaban los costos. Si querías estar en el corazón de las finanzas, de los medios, de la cultura, tenías que tragarte el departamento minúsculo, el metro saturado y la hipoteca imposible. No había alternativa real.

Lo que cambió no es que los costos hayan explotado de repente por culpa de un alcalde progresista. Lo que cambió es que por primera vez existen alternativas tecnológicas creíbles.

Hace diez años, buena parte del trabajo financiero se hacía en peceras para humanos en Midtown. La presencia física era parte del modelo de negocio: pantallas gigantes, gritos, teléfonos sonando, el mito de Wall Street en versión Dolby Digital. Una fracción de los salarios altos servía, de hecho, para compensar el costo ridículo de vivir en la ciudad.

Hoy, con el trabajo remoto y la digitalización de procesos, una parte importante de esos trabajos —sobre todo los puestos que no son muy altos— pueden hacerse desde cualquier lugar: un suburbio de Mineapolis, una ciudad secundaria en el interior de Estados Unidos u otro país. El mismo trabajo, otra geografía.

Algunos ven esto y gritan: “Nueva York está perdiendo su alma”. Lo que está pasando es más interesante: la economía estadounidense está volviéndose geográficamente más diversa. Sectores que antes estaban atornillados a un código postal específico ahora pueden repartir mejor sus actividades. Menos concentración, más opciones.

Es curioso cómo se reciclan siempre los mismos argumentos cuando algo deja de concentrarse en un solo lugar. Cuando las fábricas se fueron de ciertos estados del norte, la reacción fue una mezcla de nostalgia y catastrofismo: “la industria se muere”. No: la industria se reacomoda, cambia de lugar, cambia de proceso. Cuando los centros financieros ya no necesitan que todos sus analistas vivan a tres estaciones de metro de la oficina, lo que desaparece no es el sector financiero, sino la necesidad de pagar 4 mil dólares por un estudio sin luz natural.

Otro malentendido en el diagnóstico de The Economist es el de siempre: confundir “costos altos” con “políticas malas” y, sobre todo, con “decadencia”. Una ciudad cara no es, automáticamente, una ciudad mal gobernada. Muchas veces es una ciudad exitosa que no ha sabido —o no ha querido— construir suficiente vivienda, transporte y servicios para acomodar toda la demanda que genera su propio éxito. Es un problema, sí. Pero es un problema de gestión del éxito, no de colapso moral.

Esto no significa que las políticas públicas sean irrelevantes. Los impuestos importan. La regulación importa. El costo de litigar un contrato importa. Pero nada de eso explica por sí solo que Nueva York cueste lo que cuesta. El factor decisivo sigue siendo el mismo: la aglomeración. Los rendimientos crecientes de poner a mucha gente capaz, con mucha infraestructura, en poco espacio.

Lo que sí es nuevo es que, frente a esos costos, la economía tiene ahora un “plan B”: mudarse sin perder del todo los beneficios. Antes, si te ibas de Nueva York, perdías acceso a redes, información, prestigio, oportunidades. Hoy, con reuniones por Zoom, archivos en la nube y mercados globales, puedes estar en Dallas o en Orlando sin renunciar a trabajar para una firma de Manhattan. La aglomeración deja de ser un destino y se convierte en una opción.

¿Es esto una tragedia? Al contrario. Que la actividad económica se distribuya más significa menos presión sobre las rentas en una sola ciudad, más oportunidades para otras regiones, menos vulnerabilidad a choques locales. Que una analista financiera pueda vivir en una ciudad con vivienda más barata y mejor calidad de vida, sin dejar de trabajar en un sector de alto valor agregado, suena más a mejora social que a drama urbano.

Pero al igual que los actores que ven en Tilly Norwood —la actriz creada con IA— el principio del fin de su profesión, muchos comentaristas ven en cada pérdida relativa de empleos en Nueva York una señal del fin de la civilización. Es el mismo reflejo: confundir la redistribución de una actividad con su extinción.

Si se cierran algunos pisos de trading en Manhattan y se abren oficinas más pequeñas en Charlotte o equipos remotos en otros estados, no es el Apocalipsis financiero; es un ajuste espacial.

La historia, otra vez, es la mejor vacuna contra el alarmismo. Cuando apareció la fotografía, se dijo que la pintura había muerto. Cuando aparecieron los coches, parecía que los caballos iban a desaparecer. Ahora que el trabajo remoto y la digitalización permiten mover empleos de Nueva York a otras ciudades, algunos anuncian la muerte de Nueva York. Más probable es que estemos entrando en una etapa donde Nueva York sigue siendo importante… pero ya no es el único centro posible.

Nueva York no está perdiendo “su alma”. Está perdiendo el monopolio de cierta forma de hacer finanzas, de cierta forma de concentrar el prestigio y los salarios. Y eso, desde el punto de vista de una sociedad que aspira a ser menos desigual, no suena como una tragedia. Suena, más bien, como un comienzo razonable. En México deberíamos aprender de eso, y descentralizar nuestra capital, una gran deuda de gobiernos de todos los partidos políticos.

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