Me atrevo a asumir que la mayor parte de los lectores aprecian vivir en una democracia. Yo lo valoro. Aun cuando la democracia es un término esquivo, pero entendámoslo en términos coloquiales: elegir al gobernante mediante elecciones transparentes, que nadie se pueda eternizar en un cargo público, que haya contrapesos, que uno pueda criticar e insultar a los gobernantes abiertamente sin miedo a represalias.

Pero la democracia no es una estatua en piedra que una vez tallada se vuelve sempiterna. La democracia es un equilibrio muy frágil. La historia enseña que puede tomar centurias construirla, pero un pestañeo perderla.

Preservar la democracia requiere acciones colectivas, y toda acción colectiva presupone la participación de los ciudadanos. Participar es respetar al vecino, obedecer las señales de tránsito, denunciar cuando se atestigua un delito, y la más famosa: participación electoral. El acto de poner un papel con un tache en una caja no solo es valioso en sí mismo (pues decide quién ostentará el poder) sino que refleja qué tan comprometidos están los ciudadanos, en general. Sea por desconfiar de las instituciones o por indiferencia ante la vida de la sociedad que habita, el que no vota es, en promedio, un ciudadano menos comprometido con el bienestar común.

La televisión en Estados Unidos se introdujo en 1941. Veinte años después el 87 por ciento de los hogares gringos tenían una tele y pasaban cinco horas y media frente a ella (en promedio). Algunos cándidos entusiastas esperaban que la televisión transformara a la sociedad estadunidense en un ejemplo de erudición política. Empero, la participación electoral cayó dramáticamente. Para las décadas de los ochenta y noventa la participación ya era la más baja desde 1920, y en muchas zonas la más baja desde 1820. La caída es todavía más preocupante si consideramos que en el mismo periodo se eliminaron barreras discriminatorias que le impedían votar a miembros de ciertas minorías, y el nivel promedio de ingresos y escolaridad aumentó, medidas estrechamente ligadas a la probabilidad de que alguien vote.

Matthew Gentzkow -profesor de economía en la universidad de Stanford- analizó los datos de la introducción masiva de la televisión para saber si tuvo efectos sobre el electorado. Se aprovechó de que la tele no se introdujo en todo el país al mismo tiempo. Esto es importante, porque permite estudiar la situación casi como si fuera un experimento (cuasi-experimento). Si dos comunidades son muy similares en todos los aspectos, en una metemos la tele, en la otra no, y hay un cambio significativo en el comportamiento político de los ciudadanos que recibieron la novedad tecnológica, podemos achacar el cambio a la televisión. Además, la televisión se extendió de 0 a 70 por ciento de los hogares en una comunidad en tan solo cinco años. Id est, todo el mundo tenía tele para 1980.

Gentzkow encontró en sus regresiones que la televisión provocó una caída de dos por ciento en la participación electoral cada década desde que fue introducida. En otras palabras, la mitad del decremento en la participación electoral desde 1950 en EU se puede atribuir a la tele. Gravísimo.

La explicación, dice Gentzkow, está en el tipo de información que se consume. La radio y el periódico tienen siempre en primera plana la tragicomedia política del país. La televisión, en cambio, nos pone La fea más bella o filisteos hablando del último escándalo de algún cantante sandio. Cuando la tele llegó a los hogares el consumo de periódicos y radio disminuyó significativamente, pero aumentaron las horas enfrente de la pantalla. Gentzkow lo confirmó con una encuesta electoral de 1952, en la que habitantes de municipios con tele eran significativamente más propensos a no saber quiénes eran los candidatos en la elección. Los ciudadanos sustituyeron conocimiento político por entretenimiento barato.

El recién galardonado con el nobel, Abhijit Banerjee, y otros colegas economistas, llegaron a conclusiones similares en un experimento que hicieron en la India. Tomaron dos comunidades muy similares, con baja participación electoral. En una regalaron periódicos con información sobre los candidatos y la elección, en a otra no. Los periódicos aumentaron la participación electoral en 3.5 puntos porcentuales. El periodismo es un pilar de la democracia.

Es claro que no podemos (y no debemos) prohibir la televisión. La democracia protege los derechos de las personas. Si alguien no quiere saber de política, pero ser experto en Justin Bieber, ni modo, es su derecho. Pero también es claro que queremos incrementar la participación electoral. La televisión en sí misma no es mala, el problema es la programación. Y la programación es basura, en gran parte, porque eso es lo que vende. La gente no quiere ver un programa de historia de México.

Una opción es regular. El gobierno podría restringir el número de horas que los canales dedican a programas de entretenimiento y obligarlos a producir contenido político informativo varias horas al día. Es mala idea. Por un lado, porque se presta a que un gobernante con ínfulas de mesías lo utilice para promoverse y fomentar un culto a su personalidad; por otro, porque si la gente no está interesada en política simplemente apagará la tele en ese momento y la verá solo cuando pasen películas. El gobierno debe fomentar la participación desde el canal del estado, pero la verdadera solución tiene que venir de una mejor educación, que permita a los individuos optar por un libro, un periódico o un buen programa de televisión, en lugar de la telenovela.

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