Las criptomonedas y otros activos digitales están en todas las bocas. Hace unas décadas parecían una fantasía de un futuro lejano; hoy, incluso para aquellos que no la comprenden, criptomoneda es una palabra familiar.

Una manera sencilla de pensar las criptomonedas es como una simulación del estándar oro. Imitan, algorítmicamente, la forma en que funcionaba la creación de dinero antes de que diéramos el paso a dinero fiduciario. Id est, para realizar transacciones necesitamos más oro, y para eso hay que ir a buscarlo a la mina. En las criptomonedas, el tiempo invertido en la mina se transforma en tiempo invertido resolviendo un problema matemático, pero la idea sigue presente en la jerga: ‘mining’ es el proceso en el que se resuelve el problema para obtener más monedas digitales.

Las criptomonedas tienen muchos detractores. Es normal. Como toda tierra nueva, inexplorada, hace sentirnos escépticos, inseguros. No nos gusta la incertidumbre. Y lo que no conocemos implica alto riesgo.

La mejor historia para los detractores de las criptomonedas es la de El Salvador. Nayib Bukele, el presidente, intentó convertir Bitcoin en moneda oficial de su país, sin éxito. El razonamiento no queda claro, pero el gobierno salvadoreño apostó a modernizar el país y resolver los problemas financieros del estado a través de la criptomoneda. Empero, Bukele perdió la apuesta, y hasta ahora ha perdido alrededor de 40 millones de dólares de su inversión en Bitcoin, o el equivalente a su siguiente pago de deuda soberana.

Sin embargo, concluir que las criptomonedas son un fracaso es reduccionista. De hecho, Bitcoin no es tan distinto de los billetes impresos con retratos de los próceres de la patria que usamos a diario para comprar en la tiendita. Hasta 1971, cada billete de dólar representaba oro, metal dorado, tangible, guardado en las bodegas hiperprotegidas del gobierno gringo. En teoría (aunque en realidad nadie lo hacía) uno podía ir en 1970 a la ventanilla del banco con sus dólares y pedir que le dieran sus cachitos correspondientes de lingotes. Eso se acabó en 1971.

Desde entonces, el dinero se basa solo en la confianza de los usuarios (es decir, nosotros). La señorita de los tacos me acepta un billete de cincuenta a cambio de una coca y una orden de suadero porque confía en que ese mismo billete será aceptado por otra persona a cambio de otro bien (o servicio) que ella quiere. Si mañana nos levantamos todos en Puebla y los billetes nos parecen feos y dejamos de aceptarlos, el peso mexicano dejará de valer en Puebla.

El ejemplo parece absurdo, pero no lo es (tanto). Verbigracia, en periodos de mucha inflación, como el que vive Venezuela, la gente deja de usar la moneda local (el bolívar), porque ha perdido su valor, y busca alternativas. Para muchos venezolanos la alternativa son los dólares. Decir que los venezolanos han dejado de usar la moneda es lo mismo que decir que perdieron la confianza en ella.

Una moneda precisa tres características: ser medida estable de valor, servir para guardar valor, y ser universalmente aceptada (dentro de determinada sociedad) como medio de intercambio. Las tres características están relacionadas intrínsecamente; van de la mano. Con inflación, la moneda deja de ser medida estable de valor, deja de servir para guardar valor, y por ende deja de ser aceptada como medio de intercambio.

Bitcoin y las demás criptomonedas son muy similares al dólar, al euro, a la libra y al peso mexicano. Si un arquitecto confía en que podrá comprar jitomates y pollo con bitcoins, las aceptará como pago por el diseño de una casa. Extendiendo el razonamiento, si todos confiamos en Bitcoin, entonces Bitcoin tiene valor, un valor tan real como el valor del dólar o el peso. Cuando algunas personas hablan de que las criptomonedas son pura especulación, lo único que están diciendo es que no estamos seguros de que la mayor parte de la sociedad confiará en Bitcoin. Por ahora, quienes compran Bitcoin están apostando a que la gente confiará más en Bitcoin en el fututo. Casi como el mercado del arte: comprar hoy una obra de un artista que hace su segunda exposición individual en una galería pequeña de Puebla es una apuesta: si se vuelve Gabriel Orozco, el coleccionista habrá ganado miles y miles de dólares; si el artista no pasa de desconocido, se quedará con la obra del desconocido en su casa.

Solo hay una diferencia, y crucial, entre las monedas respaldadas por el estado y las criptomonedas como Bitcoin: la autoridad. Mientras que las monedas a las que estamos acostumbrados están centralizadas por el poder político (usualmente el gobierno de cada país), las criptomonedas están descentralizadas. Ninguna orden obliga a pagar con ellas o aceptarlas como pago. Su uso es cien por ciento voluntario. En ese sentido son democráticas frente a la tiranía de los bancos centrales: le dan a las personas la opción de decidir qué moneda usar, y cuándo dejar de usarla. En la medida en que confiemos más en Bitcoin tendremos competencia de monedas.

La competencia de marcas de coches no nos preocupa, pero hoy todavía nos parece raro tener competencia de monedas, aunque no tendría porqué: hay gente que prefiere tener su dinero guardado en dólares a tenerlo en pesos mexicanos, y todos prefieren tener pesos mexicanos a bolívares venezolanos. La competencia de monedas ya existe, solo que la oferta está monopolizada por los gobiernos.

Las criptomonedas plantean dos problemas: uno práctico y otro de ideas. El primero es un problema de coordinación. Nadie quiere perder dinero. Si la mayor parte de los usuarios de Bitcoin deciden súbitamente dejar de usar la moneda, la minoría no enterada del cambio de preferencias perderá mucho. ¿Cómo comunicarnos entre millones usuarios para minimizar esas pérdidas? ¿Cómo decidir colectivamente cuándo dejar de usar una moneda?

El segundo problema cuestiona nuestros valores. Claro que para algunos es más cómo que otro tome las decisiones, y que papá gobierno garantice la validez de un billete so pena de uso de la fuerza. Pero ¿no llevamos en occidente centurias gritando que somos seres libres, con derecho a la autodeterminación, y que queremos emanciparnos? Tirar por la borda la opción de monedas descentralizadas implica desconfiar (y puede que por razones legítimas) de nuestros conciudadanos, descreer de las soluciones colectivas, y seguir ratificando la necesidad del leviatán.

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