En los últimos años, Rusia no ha dejado de estar en la mira del mundo occidental. La invasión a Crimea en 2014, la presunta intervención en las elecciones estadounidenses de 2016 y en las semanas recientes su participación trasbambalinas en el conflicto entre Armenia y Azerbaiyán, así como la sospecha de que el gobierno ruso estaría detrás del envenenamiento de Alexei Navalny, el principal líder opositor de Vladimir Putin.

En una secuencia de eventos propia de una película de espionaje, el 20 de agosto pasado, durante un vuelo de Siberia a Moscú, Alexei Navalny presentó síntomas graves que forzaron un aterrizaje de urgencia y su hospitalización inicial en la ciudad de Omsk. Ante la sospecha de envenenamiento, Yulia Navalny solicitó el traslado de su esposo a Alemania. A pesar de que los médicos obstaculizaron el traslado, 48 horas después, con el apoyo del gobierno alemán, el activista fue llevado en ambulancia aérea a Berlín en donde permaneció hospitalizado durante 32 días, 24 de ellos en terapia intensiva. Finalmente, el pasado 22 de septiembre Navalny fue dado de alta.

A principios de septiembre, la canciller alemana Ángela Merkel, categóricamente afirmó que el líder de la oposición rusa había sido víctima de un intento de asesinato con un agente químico del grupo Novichok (el mismo utilizado en marzo 2018 en el ataque contra el antiguo doble agente ruso Sergei Skripal y su hija, en Salisbury, Inglaterra) y señaló que los responsables deberían ser sometidos a la justicia. Estas fuertes declaraciones fueron de alguna forma secundadas por los líderes de Francia y el Reino Unido.

El pasado jueves tras la confirmación, por parte de laboratorios de Francia y Suecia y de la Organización para la Prohibición de las Armas Químicas, de que Navalny habría sido envenenado con Novichok, la Unión Europea y el Reino Unido establecieron sanciones contra el Instituto Ruso de Investigación de Química Orgánica y Tecnología y contra seis personas pertenecientes al círculo cercano al presidente Putin, entre las que se encuentra el jefe de la FSB, la agencia de inteligencia rusa sucesora de la KGB soviética.

Navalny, aún en recuperación en Berlín, ha afirmado en diversas entrevistas que no tiene duda que el presidente ruso está detrás del crimen y que el objetivo de Putin habría sido por un lado asesinarlo y por otro atemorizar a la oposición. Por su parte, el Kremlin ha negado rotundamente las acusaciones del activista ruso. El portavoz de Putin, Dmitry Peskov, ha dicho que las acusaciones de “este hombre” son “inaceptables e insultantes” y ha señalado que el gobierno ruso cuenta con información que confirma que Navalny trabaja con la CIA y que el envenenamiento podría haber sido orquestado por agencias de espionaje occidentales o bien podría tratarse de un autoenvenenamiento. Lo cierto es que si bien el uso de un arma química puede llevar el sello distintivo de un gobierno o institución, ningún tribunal aceptará eso como elemento probatorio, y desgraciadamente no se encontrará nunca a los autores materiales y mucho menos a los intelectuales de este crimen.

A pesar de ello, los liderazgos europeos han tomado una postura firme en contra del Kremlin, en contraste Trump ha sido esquivo a pesar de la presión por parte de la Comisión de Asuntos Internacionales del Congreso estadounidense y de las mismas declaraciones del propio Navalny quien este domingo, en entrevista con la cadena estadounidense CBS, señaló que es extremadamente importante que el presidente de EEUU se pronuncie en contra del uso de armas químicas en el siglo XXI.

En cualquier otra administración estadounidense la Casa Blanca hubiera tomado una postura clara sobre estos acontecimientos por tratarse de Rusia y por el alto perfil del caso. ¿Por qué no lo ha hecho Trump? Aquí aventuro dos hipótesis, la primera es que en la visión transaccional de política exterior que tiene el magnate, no ve en este tema ninguna ganancia para él y en pleno proceso electoral no quiere cometer ni el más mínimo error que pueda costarle votos. La segunda prefiero explicarla con “Estrella de Plata”, el cuento de Conan Doyle, en el cual Sherlock Holmes, con su siempre impecable lógica, concluyó que si el perro no hizo nada, ni siquiera ladró aquella fatídica noche en la cual el caballo de carreras “Estrella de Plata” había desaparecido, fue porque el perro conocía al ladrón que robó el caballo… se trataba del propio criador. Caso solucionado.

@B_Estefan

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