“Vamos a estar pendientes de que no haya fraudes. Me voy a convertir en un guardián para que se respete la libertad de los ciudadanos para elegir libremente a sus autoridades”. Con estas palabras, pronunciadas en la conferencia de prensa matutina del pasado 22 de junio, el presidente López Obrador generó una fuerte inquietud en la opinión pública. Parecía que anunciaba su intención de intervenir en la organización de las elecciones.

La declaración obligó al Consejero Presidente del INE, Lorenzo Córdova, a salir a medios para puntualizar que la responsabilidad de garantizar elecciones libres, auténticas y periódicas le corresponde, de acuerdo con la Constitución, a autoridades electorales autónomas e independientes, no al titular del Poder Ejecutivo. López Obrador después aclaró que al hablar de “guardián” se refería a un papel que se propone realizar en su calidad de ciudadano, presentando denuncias cuando conozca de posibles delitos electorales.

Sería fácil concluir que la confusión se encuentra resuelta y atribuir todo a una mala declaración del presidente López Obrador. Tiene un estilo muy personal de comunicación política, basado en ruedas de prensa diarias, propenso a la generación de crisis. Sus declaraciones, casi siempre improvisadas, suelen provocar confusión, desatar controversias innecesarias o incluso ofender de forma inadvertida a ciertas audiencias.

Sin embargo, en el caso del INE la comunicación política del presidente López Obrador se ha caracterizado por una constante e implacable agresividad. El mismo día en que se proclamó guardián de las elecciones, señaló al INE como “el aparato de organización de elecciones más caro del mundo y nunca garantizaron elecciones limpias y libres”. En otras ocasiones, el presidente López Obrador ha acusado al INE de haber permitido fraudes electorales.

El titular del Poder Ejecutivo federal tiene una animadversión general en contra de los órganos autónomos del Estado mexicano. Los denuesta por costosos y los tacha de servir sólo para la simulación. Son una herencia institucional que detesta, precisamente porque no los controla. Pero con el INE, tiene un resentimiento especial.

Se origina en las elecciones presidenciales de 2006. López Obrador sigue pensando que fue víctima de un gran fraude electoral. Reprocha al INE haber permitido que se materializara y sigue llevando ese rencor a flor de piel.

Poco importa que aquella elección sea ya cosa juzgada; que el Tribunal Electoral, apartándose de precedentes, le haya dado parcialmente la razón al ordenar un amplio recuento; que tras el recuento se confirmara el triunfo en las urnas de Felipe Calderón, o que sus planteamientos para anular la elección hayan sido insuficientes. Más de una década después, el hoy presidente sigue litigando en los medios un asunto perdido.

Tampoco parece importarle a López Obrador que el INE de hoy sea una institución muy diferente al IFE de 2006. Se han realizado dos grandes reformas electorales, en buena medida para atender las inconformidades planteadas por los propios partidos que lo postularon como candidato pesidencial en sus dos campañas perdedoras.

La operación del INE hoy en día tiene un costo más alto que el IFE de 2006, precisamente porque sus atribuciones se multiplicaron para dar mayores garantías de una contienda equitativa a los partidos de oposición. La lista es bastante larga y cada una tiene un impacto presupuestal. López Obrador declara que aún sin ellas habría ganado las elecciones presidenciales de 2018. A toro pasado, es fácil decirlo.

La relación de López Obrador con las autoridades electorale se ha basado en el interés político personal puro y duro. Como candidato presidencial y como dirigente partidista, primero del PRD y luego de Morena, siempre hizo uso de todas las garantías que la ley ofrecía sin importar su costo. Se amparó en ellas a conveniencia y también a conveniencia las denostó y las desconoció cuando el resultado no le favorecía. Entre los políticos mexicanos, nadie como él en el arte de negar la derrota.

Muchos pensamos que con el triunfo en las elecciones presidenciales, López Obrador cambiaría y que la democracia mexicana saldría fortalecida. La esperanza, sin embargo, se ha disipado. Los constantes ataques al INE continúan a un par de meses del inicio de un proceso electoral enormemente complejo.

El presidente de la República con sus declaraciones siembra la cizaña de la desconfianza en las elecciones. Parece una actitud destructiva que a nadie conviene; nihilismo político inspirado en el resentimiento. López Obrador sigue preso del pasado, no olvida nada ni aprende nada.

Profesor de la División de Estudios Políticos del CIDE

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