Las nuevas medidas para combatir la evasión fiscal mediante el uso de facturas falsas recibieron duras críticas. Distintos representantes de la iniciativa privada acusaron de “terrorismo fiscal” al gobierno federal y sus aliados en el Congreso al aprobar la llamada ley antifacturera. Advirtieron que volver equivalentes la defraudación tributaria y el tráfico de facturas falsas con el delito de crimen organizado, así como considerar ambas conductas como una amenaza a la seguridad nacional, busca elevar la recaudación a base de infundir miedo en los contribuyentes.

Margarita Ríos-Fajat, la jefa del Sistema de Administración Tributaria, desestimó las críticas. Dijo que “terrorismo fiscal” es una metáfora que se usa “cuando se tiene un fisco más agresivo”. Advirtió que pasaremos de una procuración de justicia en materia penal “relajada” a otra más estricta. “No hay terrorismo fiscal, hay consecuencias a las acciones que se tomen”, concluyó.

En realidad, tanto la defraudación fiscal como el tráfico de facturas falsas estaban ya tipificadas como delitos en el Código Fiscal de la Federación. La llamada ley antifacturera sólo eleva un poco las penas y desarrolla los tipos de conductas infractoras. La polémica y la preocupación están en otro lado. Tienen que ver con la supresión de garantías de debido proceso a los contribuyentes, al enfrentar acusaciones de la Secretaría de Hacienda y la FGR en materia fiscal, así como la criminalización de la política recaudatoria.

Elevar la defraudación fiscal y el tráfico de facturas falsas a rango de “amenaza a la seguridad nacional” fue parte de una estrategia para incorporarlos al catálogo de delitos que ameritan prisión preventiva oficiosa. El artículo 19 de la Constitución limita la autoridad del Congreso de la Unión para ampliar dicho catálogo a casos de delitos graves “contra de la seguridad de la nación, el libre desarrollo de la personalidad y de la salud”. Los legisladores decidieron meterlo por la rendija de la seguridad nacional.

Sin embargo, la argucia legislativa difícilmente pasa el escrutinio constitucional. Habría que probar que la defraudación fiscal y el tráfico de facturas falsas afectan la integridad, estabilidad y permanencia del Estado mexicano. Más aún, dado que la presunción de inocencia es un derecho constitucional, debe probarse que ley antifacturera contiene medidas idóneas y proporcionales para garantizar que los mexicanos contribuyan para los gastos públicos.

Las organizaciones nacionales e internacionales de derechos humanos —incluida la Comisión Interamericana de Derechos Humanos—, han cuestionado la existencia misma de la prisión preventiva oficiosa. La prisión preventiva es una medida cautelar, que el juez sólo debería ordenar cuando la considera necesaria para la correcta realización del juicio. Volverla “oficiosa” significa que el acusado debe llevar su proceso desde la cárcel, sin que el ministerio público tenga que justificar la medida cautelar ante el juez.

Por ello, las organizaciones de derechos humanos sostienen que la prisión preventiva oficiosa es una pena anticipada, que violenta la presunción de inocencia. También carga los dados a favor del ministerio público y facilita el abuso del poder.

Por otro lado, la equiparación de la defraudación fiscal y el tráfico de facturas falsas con crimen organizado conduce a la criminalización de la recaudación fiscal, lo cual puede resultar contraproducente. La prioridad de la política recaudatoria debe ser cobrar los impuestos, no meter a la cárcel a los causantes que evaden el pago. Al criminalizarla, las prioridades se invierten.

Tiene razón la jefa del SAT cuando dice que México necesita una política recaudatoria más estricta. Pero ésta puede conseguirse sin sacrificar el derecho a la presunción de inocencia y debe tener como prioridad la protección de la hacienda pública, no la persecución de los contribuyentes.




Consejero electoral del INE

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