Juan L. Kaye López

En Ginebra, Suiza, se desarrolla desde el 5 de agosto y hasta el 14 de este mes una reunión histórica: representantes de 180 países intentan construir el primer tratado internacional jurídicamente vinculante para frenar la contaminación por plásticos. La urgencia no es exageración: producimos 460 millones de toneladas de plástico al año, reciclamos apenas un 9% y el resto invade tierra, ríos, mares… y nuestros propios cuerpos.

El plástico, ese material que nos dio comodidad, avances médicos y alimentos mejor conservados, se ha convertido en un invasor invisible y permanente. Está en la Fosa de las Marianas, en la cima del Everest y en la placenta de los recién nacidos. En la Ciudad de México, tan solo los residuos plásticos anuales —895 toneladas— podrían llenar un Estadio Azteca entero.

El problema es global y, de no actuar, la contaminación plástica podría triplicarse para 2060. El enemigo más peligroso es el plástico de un solo uso, que representa el 40% de la producción mundial: bolsas del mandado, vasos de unicel, empaques y envolturas. Se utilizan por minutos, pero su huella es eterna. La mayoría proviene de fuentes fósiles y carga químicos peligrosos que entran a la cadena alimentaria, al agua que bebemos y al aire que respiramos.

La Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD) recuerda que en 2023 la producción mundial de plásticos alcanzó 436 millones de toneladas con un valor de 1.2 billones de dólares, equivalente al 5% del comercio global. El 75% de esos plásticos ya es basura, la mayor parte flotando en océanos y ecosistemas. El comercio, advierte la UNCTAD, debe ser parte de la solución: desde impulsar la circularidad y las alternativas sostenibles, hasta revertir las políticas que hoy favorecen los plásticos derivados de combustibles fósiles y encarecen sustitutos como el bambú o las fibras naturales.

En México, la situación es igual de alarmante. La Conagua ha retirado en lo que va del año más de 35 mil toneladas de basura —principalmente plásticos— de las principales plantas de bombeo, drenajes y canales del Valle de México. Pese a estos esfuerzos, la temporada de lluvias sigue mostrando el riesgo latente de inundaciones por obstrucciones.

Pero quizá lo más perturbador no está en los ríos ni en los mares, sino en el aire que respiramos. Un estudio liderado por la Universidad de Toulouse reveló que podemos inhalar hasta 68 mil microplásticos al día, cien veces más de lo estimado anteriormente. Dentro de autos y viviendas, partículas diminutas —provenientes de tapicerías, alfombras, plásticos interiores y radiación solar— flotan y penetran en nuestros pulmones. Las consecuencias para la salud podrían incluir problemas respiratorios, alteraciones hormonales, infertilidad, enfermedades cardiovasculares e incluso cáncer.

La evidencia científica es contundente: el plástico no desaparece y su ciclo de destrucción no tiene fronteras. Por eso, el tratado que se discute en Ginebra debe ser fuerte, vinculante y global. Debe reformar aranceles para sustituir plásticos, invertir en infraestructura de gestión de residuos, crear herramientas digitales de trazabilidad y unificar normativas para evitar el actual mosaico incoherente que frena el cambio.

ConclusiónEl planeta no tiene margen para más aplazamientos. La contaminación por plásticos no es un problema ambiental aislado: es una crisis de salud pública, de comercio, de consumo y de justicia intergeneracional. No basta con prohibir popotes o bolsas; se requiere un cambio estructural que involucre gobiernos, empresas, academia y ciudadanos. Si no actuamos ahora, las generaciones futuras no solo heredarán playas cubiertas de basura: heredarán aire contaminado, mares envenenados y cuerpos saturados de microplásticos. La elección es clara: o dejamos al plástico fuera de nuestras vidas, o el plástico terminará ocupando cada rincón de ellas, incluida nuestra sangre.

contacto@amu.org.mx

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