Asociación Mexicana de Urbanistas, AC.

Paisajes febriles: geografías del capitaloceno y otras formas de vida

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30/07/2025 |03:08
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El Capitalismo fósil como sistema de extracción, crecimiento perpetuo y desigualdad histórica





Arturo Tovar Goris

¿Alguna vez has tenido fiebre de 38.4 °C? No puedes pensar con claridad, todo te duele, y el cuerpo te obliga a parar. Ahora imagina eso, pero a escala planetaria.

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Sí, nuestro planeta tiene fiebre.

Los científicos lo saben desde hace décadas. De hecho, en 1987, Time Magazine ya advertía: “El calor está aquí”. Pero seguimos actuando como si no pasara nada. El termómetro global sube, y con él se alteran corrientes marinas, patrones de lluvia, ciclos de cultivos, ecosistemas y ciudades enteras.

Como un cuerpo enfermo, la Tierra entra en crisis. Una crisis de origen sistémico, no natural ni inevitable. Lo que enfrentamos no es solo una “era del ser humano” (el antropoceno), sino una etapa marcada por un modelo económico concreto: el capitaloceno.

Capitaloceno: un nombre para la fiebre del planeta

El término capitaloceno, propuesto por Andreas Malm en 2014 y desarrollado críticamente por Jason W. Moore a partir de 2016, replantea la narrativa del cambio climático: no todos los seres humanos son igualmente responsables de esta crisis. Lo que ha empujado al planeta a este punto crítico no es “la humanidad”, sino el capitalismo fósil, un sistema basado en la extracción, el crecimiento perpetuo y la desigualdad histórica.

De hecho, más del 70 % de las emisiones industriales de gases de efecto invernadero desde 1988 provienen de tan solo 100 empresas, según el Climate Accountability Institute. Entre ellas figura PEMEX, la única mexicana en el top 10 global de emisiones acumuladas. Esto no es una coincidencia, es un patrón estructural de acumulación y concentración.

Ciudades del capitaloceno

Las ciudades no son víctimas pasivas: han sido herramientas activas del capitaloceno. Su diseño —expansivo, dependiente del automóvil, excluyente— fue moldeado por intereses corporativos.

¿Quién decidió que necesitábamos un auto para vivir? La respuesta es incómoda pero clara: General Motors, junto con petroleras y fabricantes de neumáticos, invirtió millones en el desmantelamiento de tranvías y el debilitamiento del transporte público para promover un modelo urbano basado en el automóvil. No fue evolución urbana, fue estrategia de mercado.

La consecuencia: más asfalto, más emisiones, más desigualdad.

Ciudades como Monterrey o Chihuahua y zonas urbanas como Xochimilco muestran sus cicatrices: ríos canalizados, cerros urbanizados, zonas agrícolas convertidas en canchas de fútbol. Son territorios convertidos en zonas de sacrificio.

Pero el territorio resiste… y recuerda

A pesar del avance depredador, la vida se rehúsa a desaparecer. Zorros grises (Urocyon cinereoargenteus) habitan los cerros de la zona metropolitana de Monterrey, en el norte de México, adaptándose a los bordes de la mancha urbana y a los ecosistemas de matorral y sierra. En Xochimilco, al sur de la Ciudad de México, ajolotes (Ambystoma mexicanum) aún sobreviven entre chinampas —antiguos sistemas agrícolas lacustres—, pese a amenazas como la urbanización, la contaminación y la introducción de especies invasoras como la tilapia. Y en el propio río Santa Catarina, también en Monterrey, considerado “muerto” por décadas tras ser canalizado en concreto, se han identificado hoy más de 800 especies dentro de su ecosistema fluvial semiárido urbano.

En Tabasco, ejidatarios que perdieron sus tierras por la salinidad sembraron más de 300 hectáreas de mangle, como parte de procesos de reforestación comunitaria con apoyo institucional. En Coahuila, estudiantes de bachillerato en comunidades mineras como Barroterán y Sabinas transformaron sus patios escolares en huertos agroecológicos, rompiendo con las narrativas del monocultivo extractivo. No son “granitos de arena”: son actos de dignidad territorial.

Cuatro trampas del discurso climático

Frente a estos ejemplos de resistencia territorial y regeneración ecológica, vale la pena preguntarnos: ¿por qué estas historias suelen quedar fuera del centro del debate climático? Parte de la respuesta está en las narrativas dominantes que nos inmovilizan o desvían la atención. Estas son cuatro de las trampas más comunes:

Primera: El individualismo ecológico. Se nos dice que usar popotes de papel o comer menos carne salvará al planeta. Pero no se dice que la famosa “calculadora de huella de carbono” fue promovida por British Petroleum para desviar la atención del problema real: su negocio.

Segunda: El catastrofismo inmovilizador. Mostrar sólo imágenes del colapso paraliza. Necesitamos visiones movilizadoras, no solo diagnósticos desesperanzadores.

Tercera: La falsa culpabilidad humana. No somos el virus. Somos parte del ecosistema. El problema no es la humanidad en abstracto, sino un modelo socioeconómico —históricamente construido y desigualmente distribuido— que exige consumir sin freno en un planeta con límites. No se trata de negar la responsabilidad humana, sino de situarla: fueron decisiones concretas, tomadas por sectores específicos, las que impulsaron un sistema basado en el uso ilimitado de recursos, especialmente fósiles, y en la expansión constante sin considerar los umbrales ecológicos.

Cuarta: Las soluciones cosméticas. No basta con acciones simbólicas. Necesitamos transformaciones estructurales.

Esperanza como herramienta política

¿Qué podemos hacer?

Contar otras historias. Reivindicar lo que ya importa para las personas: salud, agua, tierra, comunidad, empleo digno. Hablar de esperanza no como espera pasiva, sino como verbo: esperanzar.

Como dice Rebecca Solnit, la esperanza es un hilo para romper ventanas y abrir puertas. Porque si los paisajes están vivos, también están listos para la transformación. Y donde hay memoria, puede haber futuro.

Desde los cerros, los manglares y las aulas, toca imaginar —y construir— otros mundos posibles. Porque el futuro no se espera: se siembra.

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