Por Roque González
En días recientes se celebró con bombo y platillo la reducción de los niveles de pobreza en México. Una noticia alentadora, sin duda. Sin embargo, los números muestran que este avance descansa en dos pilares frágiles: el aumento nominal de los ingresos y la ampliación de subsidios.
Ambos factores generan un alivio temporal, pero no construyen las bases de un combate estructural y duradero contra la pobreza. Economistas coinciden en que el verdadero desafío es aumentar la producción y el empleo; sin embargo, producir más no basta si la población más pobre carece de capacitación o no tiene acceso físico a esas oportunidades. En un mundo cada vez más tecnologizado, los trabajadores no capacitados quedan excluidos con rapidez.
Reducir la pobreza requiere más que dinero en el bolsillo: exige bienestar, capacitación y accesibilidad. La clave está en mejorar la capacidad productiva de las personas a través de un sistema educativo de calidad, servicios de salud eficientes y un entorno urbano que reduzca los costos de tiempo y traslado. Un trabajador que enferma con frecuencia o que dedica tres horas diarias a trasladarse pierde no solo productividad, sino también calidad de vida y oportunidades de desarrollo.
¿De qué sirve un incremento en el salario nominal si el trabajador debe gastar en transporte caro y tardado, pagar consultas privadas por la deficiencia del sistema público o comprar agua en pipas porque la red no llega a su colonia? Sin condiciones adecuadas, el ingreso adicional se evapora en gastos que deberían estar cubiertos por servicios públicos de calidad.
En una sociedad mayoritariamente urbana como la mexicana, la lucha contra la pobreza pasa necesariamente por reestructurar nuestras ciudades. La política social debe incorporar la planeación urbana como eje central, de modo que las fuentes de empleo y los servicios de salud, educación, recreación y consumo se ubiquen cerca de las zonas habitacionales de menor ingreso. Reestructurar las ciudades significa también reducir los tiempos y costos de traslado mediante sistemas de movilidad eficientes y dignos. Significa densificar y ordenar los espacios urbanos para que la población más vulnerable pueda acceder a vivienda asequible en zonas centrales, sin quedar condenada a vivir en periferias desprovistas de servicios.
Existen experiencias internacionales que demuestran que esta reconfiguración urbana no solo es posible, sino financieramente viable. Con esquemas innovadores de gestión del suelo y financiamiento urbano, es factible impulsar proyectos de vivienda social bien ubicada a bajo costo e incluso sin que ello implique un gasto adicional para el Estado.
El combate a la pobreza no se logrará únicamente con más subsidios ni con aumentos nominales al salario. Para que el progreso sea sostenible y estructural, México debe apostar a una estrategia integral que combine educación y capacitación continua, servicios de salud accesibles, transporte eficiente y, sobre todo, una reestructuración urbana que acerque la vivienda, el empleo y los servicios básicos.
La oportunidad está frente a nosotros. El país puede dar un salto cualitativo y pasar de políticas de alivio inmediato a estrategias de transformación urbana y social que ataquen de raíz las causas de la pobreza. El reto es mayúsculo, pero la pregunta sigue siendo simple y directa: ¿queremos realmente abatir la pobreza o solo administrarla con paliativos?
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