Por José Luis Llovera Abreu
La urbanización rampante ha devorado un buen trozo de nuestro planeta. Literalmente ha carcomido una buena porción del suelo terrestre y paradójicamente ha significado progreso y retroceso.
La ciudad y sus habitantes conforman la esencia del hábitat mundial y cada vez son menos los pobladores rurales y cada vez es más ínfima la vida en el campo. En la ciudad se concentra la mayor parte de la riqueza y también de la pobreza. El cambio climático es producto de todo lo que ocurre en estos vastos territorios productores de bienes y servicios, pero también generadores de grandes fuentes de contaminación.

Una de las mayores calamidades urbanas son las inundaciones. En donde antes había tierra, rocas y césped ahora hay asfalto y concreto. No son los índices de precipitaciones pluviales lo que asusta sino la escasa capacidad de absorción y el prístino manejo del agua lo que preocupa. En donde antes surcaba el agua a través de canales, ríos y riachuelos hoy son pistas de rodaje asfaltadas por donde transitan millones de vehículos. Es la misma agua solo que ahora es conducida a mayor velocidad y con su serpenteo letalmente errático deja a su paso una larga estela de destrozos y de incontables calamidades.
No podemos seguir sellando el suelo, no podemos continuar con la nociva impermeabilización del terreno y con ello seguir reduciendo los campos de absorción y las áreas verdes en las ciudades; tenemos que implementar una estrategia nacional de aprovechamiento del agua urbana y es ya urgente la creación y construcción de grandes depósitos de agua intra y periurbanos que sirvan como vasos reguladores o como grandes lagunas de escurrimiento conectadas a redes de drenaje pluvial que, de forma gradual y controlada, conduzcan las aguas para su reúso, almacenamiento, aprovechamiento o eventual vertimiento en mares, ríos o lagos.
Suena lógico y se dice fácil pero todo ello significa no solo una inversión multimillonaria sino también representa un cambio de mentalidad y de hábitos como ciudadanos, constructores, desarrolladores, políticos, ambientalistas, académicos e inversionistas.
Tan solo hagamos un cálculo de los metros cuadrados de azoteas en las ciudades, de las plazas cívicas, de las calles, de las banquetas y de todo lo que esté pavimentado, adoquinado o asfaltado. Todo eso representa grandes charolas de agua que, cual endebles y rebosantes bandejas de metal, inevitablemente terminan por verter su contenido ocasionando grandes inundaciones y encharcamientos. Por ejemplo, en México, desde 1985 hasta la fecha los registros de la Conagua indican que el promedio de precipitación pluvial media anual fluctúa entre los 710 mm y los 820 mm, por lo que las variaciones a lo largo de cuarenta años no han sido tan significativas, pero no así los estragos causados en las ciudades debido a los factores citados producto de una escasa planeación urbana y de la inacción tanto del sector gobierno como de los sectores privados y académicos.
Hagamos un ejercicio hipotético muy simple. Supongamos que tenemos un jardín de 10 x 10 metros como la parte trasera de nuestra vivienda y que el techo de nuestra casa tiene una superficie de 50 metros cuadrados. Mientras tengamos ese espacio con césped, tierra y plantas las aguas pluviales que se acumulen en los 50 metros cuadrados de losa serán absorbidas por el área ajardinada de 100 metros cuadrados. Ahora bien, supongamos que embaldosamos o cubrimos de concreto esa superficie ajardinada de 10 x 10 metros, sin duda esa agua tendrá que desaguar hacia la calle so pena de que el interior de la vivienda se inunde.
Ahora hagamos el mismo ejercicio a una escala mayor. Por ejemplo, la ciudad de Campeche en el año 1902 tenía una mancha urbana de 456 hectáreas, para 1980 eran 987 hectáreas y actualmente es de 5,300 hectáreas aproximadamente. El terreno es finito y la ciudad tiene sus límites, llega un momento en que el patio enlosado supera por mucho el tamaño de la casa. El problema no es que aumente el tamaño de la ciudad, sino que se reduzcan o que sean insuficientes las grandes extensiones de terreno absorbente intraurbano. Campeche, tiene aproximadamente 900 hectáreas de suelo vacante intraurbano, más o menos el mismo tamaño de la mancha urbana de toda la ciudad en 1980. Es lógica pura, no podemos lidiar con el manejo y desalojo de tanta agua en un suelo cada vez menos permeable y en ciudades con cada vez menos reservorios para agua pluvial.
Se requieren de estrategias a largo plazo y de proyectos de infraestructura hidráulica que sean capaces de almacenar, reusar y conducir las aguas desde y hacia la periferia urbana para que la ciudad no se vea afectada por los ingentes estragos que anualmente azotan nuestras ciudades durante las temporadas de lluvias. La culpa no es del cambio climático, el cambio climático ha sido propiciado por nosotros mismos y somos nosotros quienes no hemos sabido adaptarnos y adecuar a nuestras urbes ante los incesantes cambios de nuestro clima.
Conclusión:
No podemos seguir culpando al clima de lo que es consecuencia directa de nuestra propia irresponsabilidad. Cada calle pavimentada sin control, cada espacio verde convertido en concreto y cada metro cuadrado de azotea desaprovechada suma al desastre. O transformamos radicalmente la manera en que concebimos y gestionamos nuestras ciudades —apostando por infraestructura hidráulica, estrategias de absorción pluvial y una nueva cultura urbana— o las urbes del mañana serán auténticos campos de batalla contra el agua.
El próximo 19 de septiembre, cuando recordemos los sismos de 1985 y 2017, no olvidemos que la resiliencia urbana no solo se mide en muros que resisten terremotos, sino también en calles, parques y sistemas hidráulicos capaces de resistir la furia del agua. La memoria de esas tragedias debe empujarnos a la acción inmediata. La decisión es hoy, no después: actuar o hundirnos.
Presidente de la Representación Estatal de la Asociación Mexicana de Urbanistas en Campeche