Desde hace ya tiempo, viene circulando en algunos sectores de opinión en nuestro país la tesis de que el resultado que más conviene a México en los comicios presidenciales estadounidenses es la reelección de Donald Trump. En parte esto es el coleteo de un reflejo condicionado, una especie de resabio de memoria muscular, resultado de la convicción prevaleciente durante varias décadas entre sectores de la comentocracia y el empresariado mexicanos en el sentido de que a México le sientan mejor las administraciones Republicanas que las Demócratas.

Si bien hay algunos datos duros para sustentar esto en coyunturas distintas de la historia de nuestras dos naciones, también hay que recordar que ha habido administraciones Republicanas, como la de Reagan por ejemplo, en las cuales la agenda se crispó tanto por temas bilaterales (el secuestro y asesinato de un agente de la DEA en suelo mexicano) como regionales y multilaterales (los conflictos centroamericanos). Y ya no hablemos de la actual, Republicana solo en nombre y que ha roto todos los paradigmas y principios de la relación bilateral construidos a lo largo de casi tres décadas, alcahueteando a nuestro país y a nuestros connacionales como piñata político-electoral. Incluso, se puede argumentar que a partir de la administración de George H.W. Bush, en la cual con motivo de las negociaciones del TLCAN se acendró la percepción de que nos convienen más las administraciones a cargo del GOP, indistintamente de cuál partido había estado en el poder desde entonces hasta 2016, la agenda adquirió -claro está, siempre con momentos difíciles y conflictos inescapables a la complejidad y asimetría de poder de nuestra relación- tracción y dirección estratégica. Ocurrió con Bill Clinton invirtiendo capital político en ratificar el TLCAN y al presentar un paquete de rescate financiero para México, y con George W. Bush y Barack Obama y su apuesta a una relación integral fincada en la responsabilidad compartida como premisa toral de nuestra agenda.

Aún hasta hace mes y medio, cuando tanto Elizabeth Warren como Bernie Sanders mantenían un pulso con Joe Biden por la nominación en la primaria Demócrata, era entendible que a algunos en México les alarmase una candidatura enarbolada por cualquiera de los dos senadores: en el caso particular de Sanders (y me incluyo como uno de los consternados), por su intención manifiesta de renegociar el TMEC, su oposición inmutable al TLCAN y las posiciones que ha mantenido en el pasado en temas e intereses fundamentales para México en Estados Unidos como son la reforma migratoria y el control y la regulación de armas. Pero ahora, con Biden como el candidato de facto, no debiera caber la menor duda sobre cuál de los dos, Trump o el ex vicepresidente, sería la mejor opción para México. De un lado un hombre que conoce a fondo la relación bilateral, que la ha abonado y que ha jugado un papel central -desde el Senado y luego la vicepresidencia- en todos los temas de nuestra agenda durante las pasadas tres décadas: la aprobación del TLCAN en 1993, el paquete financiero de 1994, la eliminación del proceso unilateral de certificación legislativa sobre drogas en 2001, el apoyo a la iniciativa de ley bipartidista Kennedy/MCain para la reforma migratoria en 2007, o la construcción de un andamiaje de cooperación en seguridad, inteligencia y procuración de justicia desde el Senado y luego el Ejecutivo. Del otro, Trump y su política de chantaje, embestida, diatriba, emboscada y contaminación permanente de la relación con México, con el caminito que encontró y que ya se aprendió de amenazar con medidas unilaterales punitivas para obtener concesiones en la agenda con su vecino al sur. Ya lo hizo con la migración y el comercio, y de ahí se siguió con el narcotráfico y el terrorismo. ¿Alguien quiere apostar a que no lo hará con, por decirlo, medidas para mitigar la pandemia del COVID-19, el agua del Río Bravo, o las exportaciones mexicanas de tomate?

Y no sugiero aquí que una potencial Administración Biden será un día de campo para nuestro país. De entrada habrá facturas que saldar por las percepciones -las compartamos o no- de que éste y el anterior gobierno mexicanos se han ido en banda con Trump. Y Biden será mucho menos reacio a hablar -en público o privado- de los retos que enfrenta nuestro país en su vertiente interna en este momento. Pero sin duda alguna, en términos de la relación madura, corresponsable y sinérgica con EE.UU a la que muchos le hemos apostado durante años, el escenario más deseable es una victoria de Biden el 3 de noviembre.

Pero aún así, el argumento más enclenque y falaz de los que hoy circulan con respecto a por qué nos conviene la reelección de Trump es que el mandatario estadounidense es uno de los pocos contrapesos reales al presidente Andrés Manuel López Obrador. Es cierto; el mandatario mexicano ha buscado -ya sea por convicción o por temor- evitar a como dé lugar todo conflicto con su homólogo estadounidense, lo cual en sí mismo no es malo. Yo he apoyado que no se suba al ring para combatir estridencia con más estridencia, aunque ciertamente lo valiente no va reñido con lo cortés; hay que reconocer que en buena medida Trump ha logrado salirse con la suya en temas en los que tendríamos que haber pintado rayas rojas de contención. Hay que decirlo con todas sus letras: apostarle el futuro de México a otro período más de Trump es como poner a la iglesia en manos de Lutero. Alcanzada la renegociación del TLCAN, a éste lo único que le importa con relación a México son los temas de seguridad fronteriza, la migración y ahora el trasiego de drogas ilícitas y del fentanilo en particular. Fuera de esos asuntos que forman parte de su narrativa política-electoral frente a su voto duro, Trump no va a levantar ni el meñique para defender en México las premisas de una democracia liberal y de un sistema de pesos y contrapesos y separación efectiva de poderes, de la autonomía de organismos y dependencias clave para nuestra salud democrática, de los derechos humanos y la equidad, de la importancia de la libertad de expresión y de prensa y de medios independientes que cuestionen al poder cuando deba ser cuestionado, de una economía de reglas claras y piso parejo, de una sociedad plural y abierta. Todos estos temas le importan un reverendo pepino a Trump.

Así que si se están fincando esperanzas de que cuatro años más de trumpismo lograrán contener políticas públicas en nuestro país con las que se discrepa o que generan preocupación, habrá que esperar hasta que las ranas críen pelo. Y ojo, hay que recordar -citando a Oscar Wilde- que “cuando los dioses quieren castigarnos, atienden nuestras plegarias”.

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