La nueva temporada de The Trump Show acaba de iniciar. La semana pasada atestiguamos 48 horas asombrosas que marcan como ninguna otra coyuntura la gestión del magnate hoy convertido en aprendiz de presidente. Los momentos más descollados en Washington típicamente se dan cuando la voz de la calle está cambiando y aún no todos lo advierten, o cuando se ha destruido una vieja certeza y no ha surgido nada nuevo para reemplazarla. El lunes 23 de septiembre, la clase política y los medios amanecían hechos a la idea de que camino a los comicios de 2020, Donald Trump había sorteado la amenaza de una destitución política en la Cámara de Representantes y que a menos de que la economía lo traicionara con una recesión o los Demócratas encontrasen cómo caminar unidos hacia la nominación de su abanderado, el presidente tendría buenas posibilidades de reelegirse. Para el jueves, existía una nueva realidad: 97 representantes Demócratas más sumados a favor de la destitución del presidente, con lo cual, ya anunciada la investigación legislativa por Nancy Pelosi, se garantizaba que de presentarse cargos en la Cámara de Representantes, los artículos de destitución del presidente serán aprobados. Pase lo que pase en las jornadas subsecuentes y con el juicio de destitución, ésta sin duda será una semana sobre la cual se escriban incontables páginas de historia y de análisis político.

Hay muchas interrogantes sobre lo que se viene ahora, incluyendo qué impacto político-electoral tendrán el hecho de que la Cámara vote a favor de la destitución y que el Senado, en manos del GOP, previsiblemente absuelva luego al presidente. Pero sobre lo que no hay duda alguna en este momento es que la ayuda-memoria de la llamada telefónica con el presidente de Ucrania es palmaria. En esas 48 horas, Trump parece haber ignorado un axioma fundamental: si estás en un hoyo, hay que dejar de cavar. En un intento frenético por salir de la crisis política descorchada por el testimonio de un funcionario de inteligencia anónimo al amparo de la ley, el mandatario amagó con hacer pública la conversación con su homólogo ucraniano, Volodimir Zelenski. En realidad, Trump parece haberse incriminado a sí mismo. Es la primera vez en la historia política estadounidense en que un presidente se declara culpable de un cargo que conlleva, según la Constitución, la remoción del cargo. Gracias a la ayuda-memoria divulgada por la propia Casa Blanca y al documento de la investigación del inspector general del sistema de inteligencia nacional entregado al Congreso más tarde en la semana, sabemos que Trump recurrió al uso faccioso del poder y de la diplomacia con fines político-electorales en Estados Unidos. Trump le pidió al líder de un país extranjero que investigara a Joe Biden y a su hijo, en el contexto de una discusión más amplia sobre la ayuda militar de EU a Ucrania, y que trató de encubrirlo. Ello constituye corrupción de primer orden.

No deja de existir escepticismo ante la tracción que ya adquirió el juicio político. No porque Trump no se lo haya ganado a pulso, sino porque en este momento de la vida política del país -profundamente polarizado- y en la antesala de una elección, podría ser una apuesta muy arriesgada. ¿Apoyará el público una investigación con motivo de la destitución en un año electoral? ¿Se ausentará de las urnas o votará en castigo, disgustado por la disfuncionalidad en Washington? Trump, que se nutre de la atención y el caos, ¿busca un juicio político? ¿Quiere que sus contrincantes dediquen tiempo y energía a algo que podría dividir y polarizar aún más al público? ¿Qué impacto tendrá para Joe Biden -el candidato al que más teme Trump- y su principal rival en este momento, Elizabeth Warren?

Toda moneda tiene dos caras y lo que se viene con el proceso de destitución no es la excepción. Trump se convierte en el cuarto presidente en la historia de EU en enfrentar un proceso de juicio político de destitución. La Cámara de Representantes votó a favor del de Andrew Johnson en 1868 y Bill Clinton en 1998, pero en ambos casos el Senado los absolvió. Richard Nixon decidió renunciar de manera previa, ante la inevitabilidad de lo que se le venía encima. Por ello, la Casa Blanca seguramente está basando su estrategia precisamente en que el Senado, con mayoría del GOP, haga lo propio con Trump, apostando a que si ello ocurre, pudiera de paso desinflarse el voto Demócrata militante, desmotivando a votantes clave- los suburbanos independientes o bisagra- sobre todo dado que las encuestas nacionales demuestran que hoy aún no existe apoyo mayoritario para remover al presidente vía juicio político. Además, un proceso de destitución polarizante podría ser letal para legisladores Demócratas en distritos y estados conservadores, poniendo en riesgo su mayoría en la Cámara de Representantes. Trump también jugará todo a que el proceso active y motive a la base dura de voto trumpista y le otorgue la narrativa de que el “Estado profundo” está conspirando en su contra.

En cambio, para los Demócratas la estrategia yendo hacia delante tendrá que buscar que el juicio mueva la aguja en las encuestas (cosa que ya empieza a ocurrir: antes de la semana pasada, 57% de los votantes en promedio se oponían a un juicio de destitución -cosa que explica la reticencia hasta ese momento de Pelosi de iniciarlo- mientras que las encuestas de este fin de semana muestran que en promedio 46% de los votantes apoyan la destitución, contra 42% que se oponen). Para lograrlo y a la vez motivar a la base Demócrata, el partido seguramente buscará que el arranque del proceso en el Comité de Asuntos Judiciales de la Cámara de Representantes, primer paso en el proceso de juicio de remoción, sea usado para establecer enfáticamente los parámetros de un caso ético y legal, así como el hecho incontrovertible de que el presidente ha violado el Artículo 2 la Constitución estadounidense, “cometiendo graves crímenes y delitos” mediante el uso faccioso del poder y chantajeando y presionando a un gobierno extranjero con fines político-electorales internos. Idealmente, el proceso de investigación debe ser lo más detallado posible y acotado al tema de Ucrania, y debe erigirse en un largo distractor que tenga a Trump contra las cuerdas el mayor tiempo posible. Trump es un micromanejador, obcecado por lo microscópico, lo nimio y los detalles menos relevantes de la política pública (en parte por que es supinamente ignorante sobre el fondo de esos temas y el descargo de su gestión), tal y como lo demuestran su fijación por el número de personas que acudieron a su toma de posesión o, más recientemente, con el llamado “#SharpieGate” y el huracán Dorian. La tirada de los Demócratas debiera ser que Trump se obsesione con cada paso que vaya dando el Comité -y finalmente el pleno de la Cámara- y con ello se vuelva más proclive a cometer errores adicionales. Tendrán, eso sí, que calibrar muy bien cuándo apretar el gatillo en la Cámara, tanto para que electoralmente el descargo en el Senado sea lo menos redituable posible para el presidente como para permitir al Partido Demócrata pivotear a tiempo para hablar de los temas de política pública -seguros médicos, la economía, empleo y dislocación social, migración- que serán los que determinen quién gana en las urnas en noviembre de 2020. Y deben capitalizar el juicio de destitución -y las investigaciones supletorias que de éste se deriven- para unir centro moderado (encarnado por Pelosi) y ala progresista (la que estuvo presionando durante meses para iniciar el procedimiento de destitución) del partido, arropar a quien se alce con la nominación y usar la defensa de la Constitución y del país ante el peligro que representa Trump y la injerencia de intereses extranjeros en las elecciones estadounidenses que él ha propiciado y alentado, movilizando a todos los votantes Demócratas para que salgan masivamente a votar en noviembre 2020 y, mediante las urnas, remover al presidente de la Casa Blanca.

Esta semana transcurrida en Washington solo corrobora lo que ya sabíamos: que a lo largo de su mandato, Trump ha utilizado la Oficina Oval para enriquecerse a sí mismo y a su familia; que ha abusado de su investidura; que ha encubierto sus acciones para protegerse de la investigación; que ha usado el atril presidencial para incitar al odio racial y religioso contra sus conciudadanos. En pocas palabras, sabemos que Trump no es apto para ser presidente. Pero también sabemos que el populismo autoritario avanza allí donde fallan las instituciones democráticas, y que si bien lo que es ética, moralmente y jurídicamente correcto en ocasiones puede ir a contrapelo de lo que es conveniente políticamente, los Demócratas en realidad no cuentan hoy con otra opción. Tienen que acusar y enjuiciar al presidente, independientemente de consideraciones políticas o electorales, e independientemente de a dónde conduzca.

Consultor internacional

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