Vivimos décadas a la sombra del “consenso de Washington”. El término fue acuñado en 1989 en el Instituto Peterson de Economía Internacional y en ese momento se refería a una lista de premisas adoptadas por líderes de América Latina -y respaldadas por organismos multilaterales con sede en Washington como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional- para lidiar con las crisis de la deuda. Ese menú de políticas públicas incluyó algunas prescripciones familiares: controlar el gasto público, privatizar empresas estatales, liberalizar el comercio, desregular empresas y abrirse a la inversión extranjera. Estaban atadas a dogmas liberales clásicos sobre la primacía del mercado, así como a un orden internacional moldeado por la preeminencia financiera y geopolítica estadounidense, y presuponían un mundo donde los intereses económicos mutuos mitigarían la volatilidad y el conflicto internacionales, una ilusión arropada por el aplauso atronador que acompañó el ingreso de China a la OMC. Eso prefiguró una ola de globalización que hoy se percibe en términos mayoritariamente negativos en Estados Unidos y Europa, en la cual a medida que China se convertía en el centro manufacturero del mundo y en una potencia global en ascenso, la desindustrialización y creciente desigualdad se apoderaban de sociedades a ambos lados del Atlántico.

En un discurso hace tres semanas en lo que es quizá el centro de análisis más importante de Estados Unidos y que fue analizado con lupa en muchas capitales alrededor del mundo (en México y en círculos gubernamentales, para no variar, pasó en gran medida desapercibido), Jake Sullivan, el Asesor de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, básicamente enterró ese consenso y su recetario al acotar que “colectivamente, esas fuerzas han desgastado los cimientos socioeconómicos sobre los que hoy descansa cualquier democracia fuerte y resiliente”. En opinión de Sullivan, tener en cuenta ese legado, así como los desafíos a corto y largo plazo de la pandemia y el cambio climático, deben forzar a una revisión de premisas del pasado y “exigen que forjemos un nuevo consenso”. “El mundo necesita un sistema económico internacional que funcione para nuestros asalariados, nuestras industrias, nuestro clima, nuestra seguridad nacional y los países más pobres y vulnerables del mundo”; “eso significa reemplazar un enfoque singular centrado en supuestos sobresimplificados... por uno que fomente las inversiones puntuales y necesarias en lugares que los mercados no están preparados para abordar por sí solos”, dijo Sullivan. Además, argumentó que “la integración económica no impidió que China expandiera sus ambiciones militares en el Mar de la China Meridional ni que Rusia invadiera a sus vecinos democráticos”. Este discurso prefigura el boceto más claro hasta el momento de la visión a 35 mil pies de la Administración Biden sobre el camino a seguir para los intereses nacionales de EE.UU y su gran estrategia en el mundo, y el dilema que encarna China. Eso sí, en un guiño a las preocupaciones europeas por la creciente tensión entre Washington y Beijing, hizo eco de la retórica de la presidenta de la Comisión Europea, Úrsula von der Leyen, quien habló de “eliminar el riesgo” para las cadenas de suministro europeas de la sobreexposición a China, en lugar de "desacoplarse" por completo de ella. En ese sentido, la Administración Biden busca “gestionar la competencia de manera responsable” y cooperar cuando sea posible en áreas como la seguridad alimentaria y el clima, agregó Sullivan. “Nuestros controles de exportación permanecerán estrechamente enfocados en la tecnología que podría inclinar la balanza militar”, dijo; “simplemente estamos asegurándonos de que la tecnología estadounidense y aliada no se utilice en nuestra contra. No estamos cortando el comercio”, subrayó, sugiriendo de paso que el crecimiento económico de China no tiene por qué ser incompatible con el liderazgo económico de Estados Unidos.

Sullivan es el principal proponente de la “política exterior para la clase media” del presidente Biden, un enfoque que estructura los intereses de Estados Unidos en el exterior en torno a estrategias que revitalicen el poderío económico del país. Sus elementos distintivos, hasta el momento, han sido leyes como la gigantesca Ley de Reducción de la Inflación y la Ley CHIPS, que marcan una agenda que invierte en las fuentes de la fortaleza económica y tecnológica estadounidense y a la vez despliega capital para abonar a bienes públicos globales como el combate al cambio climático y las pandemias. Pero muestra también de qué manera el espectro de un corredor industrial estadounidense eviscerado, que ayudó a Trump a ganar la presidencia en 2016, también da forma a cómo esta Casa Blanca entiende la interrelación del comercio, la economía y la seguridad nacional. El equipo de Biden ha estado insistiendo en ese mensaje durante meses, con la Representante Comercial Katherine Tai diciendo en Davos en enero que su país está tratando de dar forma a un “nuevo orden económico”.

Muchos analistas, escépticos y críticos -estadounidenses, europeos y asiáticos- sin embargo ven en la actual instrumentación de ese enfoque, y en la novedosa adopción de lo que al final del día no es más que una política industrial por parte de la administración, un retorno a una era de proteccionismo peligroso que tiene implicaciones sombrías para la economía global y el futuro del comercio internacional. Y a pesar de que Biden ha propuesto acuerdos ‘marco’ en Asia (para subsanar la decisión de Trump de retirar a EU del Acuerdo Trans-Pacifico) y América Latina, que unirían a socios comerciales de EU en sendos acuerdos de cooperación que incluyen estándares para el comercio digital y medidas para promover cadenas de suministro más fuertes, algunos aquí en Washington ven a la Casa Blanca articulando una visión “pesimista” en la cual Estados Unidos ha perdido la fe en el multilateralismo económico y el antiguo consenso de juego de suma positivo: si un país se enriquecía, otros también lo harían. Para ellos, el nuevo enfoque es uno de suma cero: el crecimiento de un país se produce a expensas de otros. Y no deja de ser paradójico que, a pesar del surgimiento de China e India como potencias económicas globales desde el fin de la Guerra Fría, la participación de EU en el PIB mundial se ha mantenido aproximadamente en el mismo nivel desde 1989: alrededor del 25 por ciento. Durante ese mismo lapso, la participación de Estados Unidos en la producción económica del G7 aumentó sustancialmente, del 40 por ciento al 58 por ciento. Hoy, ocho de las 10 empresas más grandes del mundo son estadounidenses. En 1989, solo cuatro eran estadounidenses (y seis japoneses), y durante estas décadas, Estados Unidos creó y construyó la economía de la información, seguramente una de las mayores transformaciones y avances en la historia de la humanidad.

El discurso de Sullivan es solo la última encarnación de los esfuerzos de Washington para aprender a ejercer el arte de gobernar económicamente de manera más efectiva como componente esencial de la política exterior, una iniciativa que su exjefa, la entonces secretaria Hillary Clinton (Sullivan fue su Coordinador General de Asesores), puso al centro de su gestión al frente del Departamento de Estado. Pero cada administración estadounidense, particularmente después de la Segunda Guerra Mundial, ha tendido a articular su visión de las relaciones internacionales y del papel de la política exterior a través de enfoques estratégicos plasmados en torno a una doctrina que tiende a llevar el apellido del ocupante en turno de la Casa Blanca. Y con su discurso en Brookings, Sullivan ha desdoblado el contorno general de lo que podría prefigurarse como una “Doctrina Biden”, en la cual el énfasis en cómo visualizar el entorno económico global y la transición a una economía digital en el marco estratégico de la competencia -si no la desvinculación económica- con China es parte integral de un esfuerzo por utilizar todas las palancas de la política estadounidense para prevalecer en lo que se perfila como el mayor enfrentamiento geoestratégico de principios del siglo XXI.

Puede ser que como algunos argumentan en esta capital, el discurso de Sullivan sea una indicación de que la administración está reequilibrando su gran estrategia para centrarse menos en flexionar el poderío militar de EU y más en hacer un mejor uso de otras herramientas de poder nacional. Sin embargo, si ésta no emprende -o no logra- tal reequilibrio, lo que conlleva podría resultar entonces en combinar todos los costos y riesgos de desacoplar la globalización con todos los costos y riesgos de acelerar la rivalidad, tensión, militarización y, potencialmente, el conflicto. El éxito de este enfoque articulado por Sullivan dependerá en gran medida de tres factores: del grado en el cual la relocalización de inversión, el desacoplamiento de algunas redes de suministro globales y la regionalización no revienten la economía global; del grado en el cual otros Estados acepten la premisa de que lo que es bueno para la economía estadounidense es bueno para la de ellos y perciban que Estados Unidos está escuchando -o ignorando- sus preocupaciones y preferencias; y si pertrecharse en materia de seguridad nacional resulta -o no- ser percibido por el rival como una provocación militar. Y sobra decir aquí que la manera en la cual se desenvuelva y dirima todo esto tendrá implicaciones profundas, profundísimas, para México.