Por Óscar D. Del Río Serrano
En uno de los juicios más mediáticos del siglo XX, Adolf Eichmann —pieza clave del Holocausto— testificó, para sorpresa de muchos, que “él solo estaba haciendo su trabajo y siguiendo órdenes”. Hannah Arendt, que fue enviada a Israel como periodista para cubrir el juicio, escribió haber observado a un hombre normal, un burócrata sin ningún rasgo psicópata que no parecía en forma alguna un monstruo. De lo que se le acusaba, lo hizo desasociándose del descomunal daño al que había contribuido.
A partir de esto, Arendt desarrolló el concepto de la banalidad del mal, que se refiere a que el mal puede surgir de circunstancias ordinarias en las que personas comunes pueden cometer actos atroces sin malas intenciones ni pensar en las consecuencias, ya sea porque siguen órdenes superiores o no se detienen a reflexionar sobre el impacto de sus acciones.
En el marco del Día Internacional contra la Corrupción, a celebrarse el 9 de diciembre, considero importante que las personas servidoras públicas retomemos el análisis de Arendt: ¿cómo combatir la banalidad en el servicio público?
El servicio público es la fuerza de trabajo del Estado para cumplir sus objetivos, principalmente el de velar por el interés público y el de proteger y garantizar los derechos de la ciudadanía, como a la educación, la salud y el acceso a la justicia. Así, es indispensable que quienes formamos parte de él tengamos plena conciencia de la repercusión de nuestros actos y omisiones. Debemos evitar a toda costa banalizar el servicio público.
Cada persona que integra las instituciones del Estado tiene funciones específicas cuya trascendencia pudiera verse diluida al combinar los esfuerzos; no obstante, sería un error tanto para la sociedad como para las personas servidoras públicas considerar que su trabajo es trivial o insignificante. Cada tramo de responsabilidad tiene su razón de ser. Una simple decisión puede permear en incontables beneficios o desencadenar una serie de acontecimientos que perjudiquen la vida de las personas drásticamente. De ahí la importancia de que actuemos, no con base en intereses individuales, sino con base en un compromiso personal con México.
En este sentido, la presidenta Claudia Sheinbaum Pardo ha reiterado que cualquier acto de corrupción constituye una traición a los valores del país, y que pertenecer al servicio público exige valores profundos y que se ejerza con humildad; por ello ha hecho del combate a la corrupción una política de Estado. Tan es así que el Programa Sectorial de Anticorrupción y Buen Gobierno contiene una serie de estrategias y líneas de acción, incluyendo la de reforzar la cultura de integridad dentro de los órganos internos de control.
El desempeño de un cargo en la función pública debe hacerse con convicción, firmeza y lealtad; asimismo, se debe sancionar a quienes se desvíen de los intereses nacionales. Ahora bien, llegar a buen puerto requiere que las instituciones mantengan una colaboración y coordinación constante con la sociedad civil, con el propósito de mantener la transparencia del quehacer gubernamental y los mecanismos de rendición de cuentas, que promueven que los funcionarios informen de sus acciones, justifiquen sus decisiones y asuman cabalmente sus responsabilidades.
En esta línea, México cuenta con un andamiaje jurídico-institucional que garantiza que la ética y el principio de legalidad prevalezcan en la función pública, pues sin estos, estaría destinada a la banalidad.
Sin embargo, no podemos dejar únicamente a la norma ni a las instituciones el buen actuar de las personas servidoras públicas. Eso depende de cada una de ellas, de cuánto significado den a su trabajo y cuánto entendimiento posean de su impacto.
Titular del Órgano Interno de Control de la Fiscalía General de la República

