Por MARCO ANTONIO MICHEL

En unos días se cumplirán cuarenta años del sismo de 1985, un episodio que transformó para siempre a la Ciudad de México. La tragedia dejó cicatrices profundas, pero también detonó la respuesta más ambiciosa en materia de vivienda en la historia de la ciudad. En solo dos años se atendió a más de 90 mil familias: 50 mil recibieron nuevas unidades en predios expropiados del centro, 12 mil en inmuebles adquiridos y deteriorados, casi 10 mil en la renovada Unidad Nonoalco-Tlatelolco, 3,500 a través de apoyos privados, y miles más gracias a los inventarios de INFONAVIT, FOVISSSTE y FOVI. Todo ello se logró mediante un marco legal y financiero excepcional, con expropiaciones, recursos internacionales y coordinación interinstitucional.

Ese esfuerzo permitió contener parcialmente un fenómeno que ya estaba en marcha: la salida de la clase trabajadora de las zonas centrales hacia la periferia. Desde los años setenta, la política federal de vivienda social había privilegiado la construcción de unidades en áreas lejanas, obligando a miles de familias a dejar sus barrios tradicionales y a desplazarse cada día hacia sus centros de trabajo.

En los años noventa, algunas acciones de rescate en colonias históricas iniciaron su recuperación urbana. Sin embargo, fue con el Bando 2, a partir del año 2000, cuando se consolidó un modelo de redensificación que buscaba frenar el crecimiento desordenado y preservar el suelo de conservación. Aunque logró incentivar la repoblación del centro, también atrajo capital inmobiliario, impulsó la revalorización del suelo y elevó los costos de la vivienda en colonias tradicionales, encareciendo la vida en esas zonas.

Lo que resulta evidente es que el encarecimiento del suelo y el consecuente aumento en los costos de construcción de vivienda han dado lugar a la insuficiencia del parque habitacional para atender las necesidades de las nuevas familias, particularmente de los segmentos de menores ingresos.

Las cifras son contundentes: entre 1990 y 2020 se formaron 2.45 millones de nuevas familias en la capital, pero solo se construyeron 958 mil viviendas. La demanda anual es, en promedio, de 77 mil unidades, mientras que la oferta apenas alcanza entre 30 y 33 mil, es decir, menos del 40% de lo requerido. A ello se suma otro dato preocupante: cerca de 207 mil inmuebles permanecen deshabitados, lo que equivale al 7% del parque habitacional.

En este escenario complejo, culpar directamente a las plataformas de alojamiento temporal de la escasez de vivienda asequible en zonas con infraestructura consolidada, y del consecuente proceso de gentrificación registrado en las últimas décadas, resulta ajeno a la realidad. Incluso responsabilizar a los propietarios que ofrecen inmuebles en renta temporal para fines turísticos o de mediano plazo para extranjeros que encuentran atractivo vivir en esta ciudad por la facilidad del trabajo a distancia, es una visión simplista y peligrosa, pues alimenta narrativas que pueden derivar en actitudes revanchistas que en nada ayudan a resolver el problema de fondo. La experiencia internacional demuestra que este tipo de enfoques suelen derivar en reacciones violentas y caóticas.

En el debate público suele atribuirse a estas plataformas un papel central en la crisis de vivienda. Sin embargo, los datos muestran que su incidencia es limitada. En julio de 2025 había 26,067 alojamientos registrados bajo este esquema, apenas el 0.7% del parque habitacional de la capital y el 3.5% de las viviendas en renta. Incluso en alcaldías con mayor concentración, como Cuauhtémoc, los alojamientos equivalen únicamente al 2.24% de las viviendas de la demarcación con 5,096 unidades activas en plataformas digitales. Esta cifra contrasta con las 21,296 viviendas deshabitadas en la misma alcaldía, que representan el 9.34% de su parque habitacional. Además, la estructura de propiedad evidencia que la especulación inmobiliaria ligada a las plataformas es acotada: en Cuauhtémoc, Miguel Hidalgo y Benito Juárez, el 77% de los anfitriones solo cuenta con una propiedad enlistada.

La narrativa que responsabiliza directamente a las plataformas del fenómeno de la gentrificación es, en el mejor de los casos, incompleta. Es cierto que los alojamientos temporales contribuyen a tensionar el mercado en colonias de alta demanda, pero su escala es marginal frente al déficit estructural. Más grave resulta el dato de los 207 mil inmuebles deshabitados, de los cuales 66 mil se concentran en solo cuatro alcaldías centrales. Esa cifra alcanzaría para cubrir cerca del 90% de la demanda anual de vivienda en la ciudad. Esas viviendas vacías equivalen a ocho veces la oferta total de alojamientos en plataformas digitales y a veintitrés veces si solo se consideran las unidades activas en toda la ciudad.

En realidad, los factores que explican el encarecimiento del suelo y la escasez de vivienda asequible están ligados a la falta de proyectos de interés social desde hace más de una década y a un marco regulatorio urbano desactualizado. En este panorama, las plataformas son un componente visible, pero no la causa principal de la crisis habitacional.

En este contexto, la decisión de la jefa de Gobierno, Clara Brugada, de impulsar el Bando Uno merece celebrarse. Por primera vez en mucho tiempo, la política habitacional de la ciudad reconoce con claridad la causa estructural del problema: la falta de vivienda asequible. Apostar por la construcción de 20 mil nuevas viviendas sociales no es solo un compromiso con la justicia urbana, sino también un mensaje político potente: el derecho a la vivienda digna puede y debe convertirse en una prioridad.

La propuesta acierta al poner en el centro la recuperación de vivienda abandonada y al abrir espacio para la participación de micro, pequeñas y medianas empresas en la construcción y rehabilitación habitacional. No se trata únicamente de levantar nuevas unidades, sino de optimizar el parque existente y detonar cadenas productivas locales que fortalezcan la economía y la vida de los barrios.

Es cierto que el déficit de vivienda en la Ciudad de México se cuenta en cientos de miles de unidades. Vistas en esa dimensión, las 20 mil viviendas sociales planteadas pueden parecer modestas. Pero sería un error desestimar el valor de este esfuerzo. La clave está en entenderlo como un punto de partida, la pieza inicial de una estrategia más amplia que combine construcción, recuperación y planeación urbana.

La vivienda no puede entenderse en aislamiento. El equilibrio y la armonía de la política urbana requieren mirar también a la economía local. El turismo y las MIPYMES del comercio y los servicios son aliados naturales de esta estrategia: el primero aporta ingresos y empleo, mientras que las segundas fortalecen el arraigo y dinamizan la vida comunitaria. Si la política habitacional logra proteger a las pequeñas empresas y, al mismo tiempo, facilitar vivienda asequible, se estará construyendo un círculo virtuoso que refuerce la cohesión social y el desarrollo económico.

El desafío será dar continuidad a esta visión integral, actualizando los planes de desarrollo urbano, ordenando el uso de suelo en zonas centrales y garantizando la participación activa del sector privado en la producción de vivienda asequible. Todo ello debe orientarse hacia un principio fundamental: reconocer y garantizar que el acceso a una vivienda digna y adecuada no es solo una meta de política pública, sino un derecho humano que debe hacerse realidad para todas y todos los habitantes de la Ciudad de México.

Aquilatar en su verdadera dimensión esta iniciativa del actual gobierno, perfeccionarla y apoyarla desde los distintos ámbitos de nuestro quehacer cotidiano, es la mejor forma de recordar el esfuerzo enorme que sociedad y gobierno hicieron durante la reconstrucción de la Ciudad de México después de los sismos de 1985.

Marco Antonio Michel fue Director de Política de Vivienda y Subsecretario de Vivienda del Gobierno Federal entre 1985 y 1988. Se ha desempeñado también como Delegado en Iztapalapa y como Coordinador del INFONAVIT en la Zona Metropolitana de la Ciudad de México.

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