Llegada la hora de los balances que impone el fin de año, hay una amplia coincidencia entre los estudiosos de nuestro desarrollo político en que en materia de vida democrática este periodo ha sido el más devastador y regresivo del México contemporáneo. La involución sufrida, dados todos los hechos a la vista, nos ha llevado décadas atrás.

¿Qué tanto? Evidentemente nos ha trasladado de vuelta a un país (anterior a 1977) como el que ha descrito puntualmente José Woldenberg en diversos ensayos: uno con un “Presidencialismo dotado de enormes facultades constitucionales y metaconstitucionales; subordinación de los poderes Legislativo y Judicial al Ejecutivo; federalismo formal, centralismo real; subordinación de organizaciones sociales, sindicales, empresariales al poder político; elecciones sin competencia; partidos de oposición testimoniales o germinales; leyes electorales restrictivas”.

De ahí pasamos, aunque justamente quienes hoy están en el poder no lo reconocieran nunca –a pesar de que se sirvieron de todas y cada una de sus ventajas–, a “un régimen pluripartidista y competitivo; presidencialismo acotado; poderes independientes entre sí; autonomía creciente de los diferentes niveles y también de los grupos sociales y sus organizaciones; elecciones altamente competidas; leyes electorales no restrictivas y, sobre todo, la decisión de quién gobierna está en manos de los ciudadanos”.

Sin embargo, el pasado al que, se dice, nos ha conducido el fin de los contrapesos constitucionales, la reforma y elección judiciales, el exterminio de los organismos independientes y el asalto partidista de otras tantas instituciones fundamentales como el Instituto Nacional Electoral y el mismo Tribunal Electoral, no tenía una vocación tan autoritaria y asfixiante para las libertades como el proyecto de Morena.

Si observamos con detenimiento y seriedad, ni siquiera en los peores años del PRI tuvimos una clase política en el poder como la que ha traído a escena Morena: una tan corrupta, facciosa y con tan bajo nivel en todos los terrenos.

En el comparativo con el pasado, aunque los adictos al régimen obviamente se resistan a creerlo, Morena sale perdiendo en muchos terrenos.

Incluso en el México de Gustavo Díaz Ordaz, que por decadas quedó identificado con el autoritarismo y la represión como consecuencia centralmente (pero no sólo, claro está) de los acontecimientos del 2 de octubre de 1968, nunca se observó (descaradamente, al menos) la actuación abiertamente delincuencial de políticos con cargos de primer nivel. Menciono el caso de Díaz Ordaz porque ha sido, recientemente sobre todo, uno de los referentes que la oposición ha usado para describir la actuación del gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum, quien por su parte, paradójicamente, dice ser heredera del movimiento del 68.

¿Cuándo nos podríamos hacer imaginado, incluso en el régimen diazordacista, que un exgobernador (que nombró como jefe policíaco a un líder de una banda criminal) llegara a la Secretaría de gobernación? ¿Cómo hubiera sido posible en aquellos años tener un secretario de Educación Pública tan impreparado para el cargo (Díaz Ordaz tenía a Agustín Yáñez, un intelectual de primera línea) pero además acusado de participar del negocio del huchicol? Y más aún, ¿cómo hubiera sido posible en aquellos años que siendo del dominio público, gracias a la prensa, estos casos no sólo no se investigaran sino que los aludidos se mantuvieran como si nada en el cargo?

La regla de oro era que cuando un político en funciones era “funado” –para usar un término de moda– su carrera se acababa instantáneamente y casi de inmediato podíamos ver que renunciaba por “motivos de salud”. Las horas o días previos se decía que era un cadáver. Hoy, buena parte del gabinete y un sinnúmero de legisladores, son auténticos auténticos cadáveres (sin ninguna autoridad política y mucho menos moral) pero siguen en funciones como si no pasara nada. No los vemos ni los veremos caer porque la apuesta fuerte de este gobierno es la indiferencia, la desmemoria y la complicidad social a cambio de hacer “lo que ningún gobierno había hecho”: repartir dinero en forma de apoyos y becas.

Estoy llegando a la conclusión, sí, de que en su afán por poner en contexto la regresión autoritaria la oposición ha sido injusta con el pasado. Todo lo visto o imaginado hasta hoy, ha sido sobrepasado por el autoritarismo y corruptelas de Morena. En casi todos los rubros, la única exclamación posible es un “habrase visto” que, en realidad, no tiene ningún parrangón con el pasado.

Rotas todas las líneas del mínimo decoro institucional, desaparecidas las reglas elementales de la convivencia democrática, asesiados por la extorsión y la violencia criminal, sólo nos queda, para este 2026 que está por comenzar, la esperanza de la organización y resistencia ciudadana.

@ArielGonzlez

FB: Ariel González Jiménez

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