El conflicto diplomático entre México y Bolivia ha tenido de todo, pero muy poca diplomacia. La situación, luego de dar asilo a Evo Morales, era –o debió ser– previsible para la cancillería mexicana, puesto que resultaba claro que por más propaganda y exaltación ideológica acerca de su valía política, el personaje en cuestión había dejado en llamas a su nación y muy comprometidas la autoridad y respeto que históricamente ha tenido la política exterior mexicana.

La honrosa tradición de asilo, que desde los refugiados españoles de la Guerra Civil hasta los muchos argentinos, chilenos y centroamericanos que nuestro país recibió ante la tragedia de los gorilatos en la región, fue invocada para recibir a un señor que dista mucho de aquellos políticos, militantes, artistas e intelectuales que México protegió en otros tiempos.

Si seguimos la ruta de los hechos, el primer y gran golpe contra la vida democrática de Bolivia (muy frágil, por lo demás, viniendo de un sinnúmero de dictaduras militares) lo dio el mismo Evo cuando decidió torcer la legalidad constitucional para permanecer en el poder tres periodos y, por último, en busca de un cuarto mandato, pasar por encima del voto ciudadano e ignorar las recomendaciones de la Unión Europea y la Organización de Estados Americanos para reponer el proceso electoral, en medio de una ola de protestas.

La situación era insostenible y el resto lo han hecho sus adversarios, pero es evidente que Evo fue derrocado más por las protestas e inviabilidad de su gobierno que por el Ejército, que por otra parte no lo apresó y permitió que pudiera llegar a México sin mayores contratiempos. Aunque todo permanece en el misterio y tardaremos años en saberlo, me sigue pareciendo desproporcionado que, por traerlo, un militar mexicano haya ascendido a general, como si se hubiera tratado de una acción heroica.

Si darle asilo resultó en sí mismo polémico, recibirlo con los vítores del presidente López Obrador y su partido no fue más que la contribución del gobierno mexicano a una narrativa farsesca que ensalza al “demócrata” que hubiera deseado quedarse en el poder 30 años, alineado en los hechos con un bloque regional que cuenta entre sus más distinguidos miembros a Maduro, en Venezuela, y Ortega en Nicaragua, señalados internacionalmente por su sistemática violación de los derechos humanos.

Después, inesperadamente, por la puerta trasera y sin dar mayores explicaciones, dejó nuestro país para viajar a Cuba y de ahí seguir hasta Argentina, donde acaba de llegar un gobierno amigo, el de Alberto Fernández, que podrá cobijar mejor sus intentos de volver al poder. El canciller mexicano tampoco fue muy claro sobre la partida de su distinguido huésped, pero era evidente que este había producido malestar no solo en un sector de la sociedad mexicana, sino también en el vecino y socio del norte.

Desde México y en el confort que le procuraron sus generosos anfitriones, Evo siguió con nula responsabilidad convocando a la revuelta en Bolivia. Entre tanto, el nuevo gobierno boliviano resintió la indiferencia de la cancillería mexicana ante el infatigable activismo de su invitado.

La tensión se incrementó con la decisión de dar asilo en la embajada mexicana en Bolivia a nueve funcionarios del gobierno de Evo Morales señalados y buscados como delincuentes en su país. Luego vino la “protección” policiaca (solicitada previamente por la misma embajadora mexicana ante las protestas de los bolivianos por la protección otorgada a los partidarios de Evo), que devino rápidamente “asedio” y protesta de la cancillería mexicana; siguió la imprudente “visita de cortesía” a la residencia de la embajadora mexicana por parte de la ministra española acompañada de unos personajes encapuchados.

El 2019 terminó con la expulsión de nuestra embajadora y de tres funcionarios de la embajada española por parte del gobierno boliviano. Sin llegar a la ruptura de relaciones, el conflicto siguió escalando mientras “nuestro” asilado Evo Morales brindaba en Argentina por “recuperar la democracia” en Bolivia.

Es difícil saber cuál será el futuro de la relación con Bolivia y otras naciones que sienten que nuestra política de “no intervención” es usada como comodín para justificar posturas que favorecen claramente a ciertos personajes y gobiernos como Maduro en Venezuela, el clan de los Ortega en Nicaragua y, ahora, Evo Morales.

En todo caso, es previsible que en el frente externo seguiremos cosechando el desgaste y manipulación de esta política exterior de “no intervención” que, en un mundo globalizado, ya debería ser sustituida por una política comprometida rigurosamente con la defensa de la democracia y los derechos humanos.

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