La confirmación en el Colegio Electoral del triunfo de Joe Biden era, como se sabe, una mera formalidad. Sin embargo, a ella se supieron acoger tres jefes de Estado para no felicitar al presidente electo de Estados Unidos sino hasta el último momento. El trío compuesto por Vladimir Putin, Jair Bolsonaro y Andrés Manuel López Obrador no tuvo más remedio que cerrar el compás de espera que abrió a partir de los comicios del pasado 3 de noviembre y con el que, en los hechos, acompañó al presidente Donald Trump en su inédito reclamo de fraude y su delirante intentona golpista.

Dicho trío puede alegar que actuó siguiendo “respetuosamente” la formalidad del proceso electoral norteamericano y que no quiso “intervenir” en este mientras se resolvían las “discrepancias” postelectorales (que sólo existieron en el envenenado discurso de Trump y sus seguidores más fanatizados), o que sus principios de política exterior se lo impidieron, tal y como argumentó López Obrador –quien apeló a una lectura muy singular de la Doctrina Estrada, ya de por sí bastante desactualizada.

Todo eso y más pueden decir en su descargo los gobernantes mencionados, pero lo cierto es que para Joe Biden, lo mismo que para su partido y las instituciones democráticas –puestas a prueba como nunca antes en la historia contemporánea de Estados Unidos–, la “cautela” de estos personajes sirvió de apoyo a la estrategia desestabilizadora e incivil de Trump.

Supongo que los tres creen saber exactamente qué juego han jugado de cara a la peligrosa disputa poselectoral de Trump, pero lo cierto es que los costos de su apuesta, en el mediano y largo plazo, serán desde luego muy diferentes en cada caso. Putin, por lo pronto, habrá de retomar, el guión de la nueva guerra fría que conoce perfectamente, y con el que se sentirá más cómodo para resistir las presiones y sanciones económicas y políticas que EU y Europa (ahora de nuevo juntos) seguramente le seguirán imponiendo.

Bolsonaro viene de vivir una suerte de luna de miel con el gobierno de Trump. Además de compartir con su homólogo una rabiosa misoginia y homofobia, disfrutó de su indiferencia frente a la catástrofe (provocada) en la Amazonia y en agradecimiento le ofreció una alianza incondicional. Y aunque las cosas obviamente ya no podrán ser iguales con la llegada de Biden (en un debate este anunció que detendría la destrucción de la Amazonia aun con sanciones económicas), Brasil es el contrapeso regional más importante de Estados Unidos a través del Mercosur y siempre sabe cómo volver a la tensa relación que históricamente ha tenido con Estados Unidos. Por lo demás, entiende que difícilmente podrá ser una prioridad del gobierno demócrata.

En perspectiva, el gobierno de López Obrador es sin duda el que más ha puesto en juego y el que, en consecuencia, más puede perder. Basta leer la muy extemporánea carta de felicitación enviada a Joe Biden, para comprender los principales temores del mandatario mexicano frente al futuro de la relación bilateral: “Tenemos la certeza –dice la misiva– de que con usted en la presidencia de Estados Unidos será posible seguir aplicando los principios básicos de política exterior establecidos en nuestra Constitución, en especial de no intervención y autodeterminación de los pueblos”.

La “certeza” que López Obrador le manifiesta al “señor Biden” es algo extraña o, por lo menos, sale sobrando: no se necesita que esté Biden –o cualquier otro– en la Presidencia de Estados Unidos para que sea “posible seguir aplicando los principios básicos de política exterior”, ¿o sí?

Acaso involuntariamente, el énfasis puesto en esta frase expresa más bien que tal vez no con Trump, pero sí con Biden, estos “principios” serán aplicados en todo momento, en previsión sobre todo de la postura (“¿intervencionista?”) que adoptará el gobierno demócrata frente a temas que son ciertamente bilaterales: migración, seguridad, derechos humanos, medio ambiente y corrupción, entre otros.

López Obrador sabe ya que no tendrá en los próximos años el margen de maniobra que le daba la política del amigo Trump, es decir, ese trato de dejar hacer y dejar pasar (porque nuestro país le importa un bledo) a cambio de la contención migratoria que ha venido realizando el ejército mexicano en la frontera sur. Por eso, al final, a toda prisa, ha tenido que operar sobre algunas prioridades muy evidentes en materia de seguridad, como pedir un último favor a Trump para traer de regreso al general Cienfuegos antes que tome posesión la administración demócrata, que seguramente habría sido reacia a hacerlo; y regular la presencia y actividades de los agentes de la DEA y otras corporaciones policiacas y de inteligencia en nuestro país, para blindarse ante futuros albazos contra nuestros incorruptibles funcionarios y ex funcionarios.

Hablar de la “revancha” del gobierno de Biden contra el mexicano por no haberlo reconocido oportunamente, es caricaturizar las relaciones diplomáticas. No habrá tal. Lo que sucederá en la relación con Estados Unidos pasa antes que nada por una realidad (bilateral y global) que la retórica soberanista de López Obrador tiende a ignorar: somos socios comerciales, compartimos una frontera de tres mil kilómetros, EU es el principal inversionista en México; de los 57 millones de latinos en EU, 36 millones son de origen mexicano; formamos parte de la OCDE, las 70 empresas globales más importantes operan en nuestro país y hemos suscrito diversos convenios internacionales de cooperación en materia de justicia y derechos humanos, así como trascendentes acuerdos como el de París sobre el cambio climático (aunque la refinería de Dos Bocas y el Tren Maya lo contradigan).

Es decir, si el presidente López Obrador está pensando en ponernos fuera del mundo resguardándose en un arcaico discurso nacionalista, la realidad económica y política –pero sobre todo geográfica– sólo le dará malas noticias.

Quizás para evitar “regar más el tepache”, como se dice en términos populares, la epístola de López Obador debió decir escuetamente algo así como “¡Congratulations, señor Biden!”, y así todos nos estaríamos simplemente riendo y no pensando en la desastrosa defensa que hará la Cuarta Transformación de nuestra “soberanía”.

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